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La felicidad, misteriosa

Nada de homenajes lacrimosos. Era una mujer a quien gustaba la verdad cruda, incluso violenta. De joven la adoraba, con su El segundo sexo, cuando François Mauriac la insultaba: "Y ahora ya sabe usted todo sobre la vagina de su señora...". Era la revolución femenina, en 1949, cuando Europa estaba saliendo apenas del fascismo, lo que ella proclamaba, en su ensayo tan grueso como un ladrillo, que luego se convirtió en la biblia de las mujeres de todos los continentes. Aprendimos nuestra historia nunca escrita antes. Luego, con los años, se había vuelto cauta, desconfiada y temerosa de las amistades femeninas. Su relación con Sartre, cada vez más exclusivo, se entremezclaba con los mordiscos de los celos. La ceremonia del adiós, publicado después de la muerte de Sartre, y la correspondencia de Sartre a Simone, publicada por ella (pero sin incluir las cartas de respuesta, que quizá un día podremos leer ... ), son el gesto deseado por parte de quien quiere poner fin a la ambigüedad de las relaciones entre hombre y mujer, ensalzado por ella en la autonomía absoluta del sujeto mujer. Simone revela, con la frialdad de la vivisección, cómo ella misma manejaba los hilos de una especie de harén: las mujeres de Sartre. Amigas que le telefoneaban con respeto o con preocupación para informarle de lo que había hecho esta vez el genio-Sartre: "se ha emborrachado otra vez", "dice frases sin sentido", "frecuenta malos sujetos izquierdistas" -los del 68-... Como toda esposa de verdad, y pese a haber rechazado y detestado el nexo conyugal, en el fondo odia a estas mujeres parlanchinas que acompañan a su marido en los viajes y en las reuniones semanales. La inspirad ora del feminismo mundial parece inclinada a la misoginia. Alguien dijo (¿quizá yo ... ?) que la "misoginia es un fenómeno femenino". Al pasar los años, Simone incluye en el libro, con pasión, los cotilleos del marido sobre las amiguitas: "Melina, esa griega, es demasiado ávida", "Arlette, la hija adoptiva de Sar tre, ignora sus obras filosóficas", "Miguel se divierte emborrachándolo". Ella intima por teléfono: "No vayáis a casa de Sartre los sábados", pero termina diciendo una mentira piadosa: "Sólo conmigo era abierto y vivo..., hemos dormido separados una sola noche en toda nuestra vida...". Luego, siempre en las cartas de Sartre publicadas por ella, había las más crueles descripciones desde el punto de vista feminista: el joven Sartre considera a una de las mujeres como objeto sexual (exactamente lo que Simone denunciaba en El segundo sexo).

En la arribigua relación que Simone vivió, entre feminismo proclamado y secreta sumisión ancestral a Sartre, se basa su verdad de mujer. Pero también su libertad. Se había jurado que no gozaría nunca uno de ellos sin que lo supiese el otro. Es un contrato del que es tonto escandalizarse, sobre todo por parte de escritores eróticos que, de acuerdo con su mujer (véase Catherine, la señora de Robbe-Grillet, y otros), venden en sus novelas las relaciones extraconyugales, que describen en sus más crudos detalles. A fin de cuentas, la complicidad Sartre-De Beauvoir, aun contando con la pequeña perversión enla que se inscribe, tiene el mérito de ser digna literariamente, de mostrar el rigor y el genio de ambos. Los veía en Roma, además de verlos en París. Desde 1947 se alojaban siempre en el mismo hotel, el Nazionale, donde desde una terraza florida miraba los tejados rojos romanos. "En Roma me encuentro bien", y me dijo, en secreto, el porqué: ¿Aquí Sartre y yo vivimos juntos, nosotros dos solos, cada verano, durante un mes". Bajo la mirada, vigilante de ella, Sartre concedía sus entrevistas. Justo en medio de la conversación, en el café, Castor (como la llamaba Sartre: animal

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La felicidad misteriosa

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trabajador que excava largas galerías) llegaba con su eterno turbante en la cabeza y el bolso colgado del brazo. Siempre idéntica a sí misma. Parecía Minerva, nacida del cerebro de Júpiter. Ahora tomaba el aspecto de la profesora escrupulosa que corrige las tareas y los errores de los alumnos. En uno de nuestros últimos encuentros, Simone resumió así su obra: "He escrito lo que quería, y lo que quería era hablar a la gente, casi murmurar a su oído, hacerle tomar conciencia -sobre todo a las mujeres-. Pensar que era posible una línea de vida tal como ha sido la mía". "Castor tiene razón", comentaba Sartre. Ella aludía al El segundo sexo y a la inmensa fama que la había rodeado -la mitología de los fundadores de nuevas fes-. "Opino", osé responderle, "que lo más genial que usted ha escrito, aparte de El segundo sexo, es su historia de la pasión erótica y el gozo sexual de la mujer, en Los mandarines. Deberíamos enseñar a las mujeres también esto, para su liberación". La estatua, ideal y pura, sentada ante mí en el café, se humanizó. Me sonrió levemente, con muda complicidad y una sutil y curiosa satisfacción. "¡Ah, no, de verdad!", dijo en el filme sobre Sartre, dirigiéndose a Claude Lanzmann. "¡Usted puede atestiguar si yo era o no una mujer de hielo!".

Simone nos parecerá mucho menos santa laica y estática teorizadora de la igualdad cuando las cartas de amor dirigidas a sus propios amantes acaben siendo publicadas. Será la segunda parte de El segundo sexo, y tendremos así, finalmente, una obra completa.

Era una de esas tardes romanas que colorean de rojo y oro, como las hojas otoñales de la vid, los muros de la ciudad. Roma era para ella liberadora de energías, casi como el aire libre del mar. "Bajo los adoquines está la playa", dijo en broma, citando por una vez el eslogan de los jóvenes de mayo de 1968, que a ella no le habían gustado, indicando a los trabajadores que adoquinaban la plaza del Montecitorio.

Mientras escribo deprisa estas líneas -y Simone está allí, en París, muerta célebre y anónima, en ese anónimo hospital Cochin, como el hospital Brousset, en el que Sartre murió hace ya seis años- conservo el recuerdo de ella, que está andando hacia Sartre en el deslumbrante verano romano, ardiente como el infierno, y aun así fresca y sonriente, como si se dirigiese hacia una misteriosa felicidad, entretejida de complicidad y de fina ironía, entre feminismo teorizado y callada pasión por los hombres.

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