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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La televisión pronto llegará

ÉSTE ERA el título de una cancioncilla popular de los años cincuenta que se tarareaba en los bares y cafés de España anunciando la buena nueva que del mismo se desprendía. Desde entonces hasta nuestros días, cuanto se ha hecho en televisión en nuestro país ha sido bajo el control y la gestión directas de las autoridades públicas. Ahora, y después de una larga historia de vacilaciones, el Gobierno socialista ha decidido enviar a Cortes un proyecto de ley que dará paso también a la televisión privada. Ésta es, pues, una buena noticia: supondrá aumentar la oferta informativa y cultural de la televisión, dinamizará a la propia RTVE, potenciará el mercado publicitario y contribuirá a nivelar la situación española con la de algunos de los países de nuestro entorno político y económico.Quizá el hecho más destacado de la aprobación del proyecto es que haya sido un Gobierno socialista quien rubrique la privatización televisiva, después de décadas de poder de la derecha, en la dictadura y en la democracia, incapaz de haber generado esta liberalización de las ondas. Aunque en muchos aspectos el proyecto del Gobierno pueda parecer tímido, la oposición conservadora no debe perder de vista este matiz: es la izquierda la que se ha decidido a esta oferta de pluralismo televisivo, tercamente negada por equipos gobernantes anteriores. Y cuantas protestas se hacen ahora desde esas áreas -las más reaccionarias y las más moderadas- pueden ponerse entre paréntesis a la hora de analizar lo que hicieron sus representantes cuando pudieron, y no quisieron, aprobar ellos una ley privatizadora de la televisión. Por lo demás, no es descabellado contemplar el proyecto socialista como el primer paso en una senda que irá ensanchándose a medida que las nuevas tecnologías de la comunicación vayan adquiriendo cuerpo real en España.

Tanto Manuel Fraga como Miquel Roca han manifestado su disgusto y disconformidad con la ley, y han adelantado que van a modificarla totalmente en cuanto venzan en unas elecciones legislativas. Al margen de que esta eventualidad parece por el momento lejana, es preciso analizar el comportamiento que ambos dirigentes políticos y sus partidos han manifestado en las ocasiones en que han tenido responsabilidades en el terreno de la televisión. Sin que el análisis histórico sea eximente de las culpas de los directivos actuales de RTVE, sería una injusticia no reconocer el papel de Manuel Fraga a la hora de hacer balance de lo que sucede en el conocido monstruo de la única televisión de ámbito nacional. Buena parte de las disfunciones, vicios de funcionamiento y hábitos de sometimiento observables hoy en día en RTVE tienen su origen y se organizan en los años en que había un ministro del ramo que se ocupaba de la televisión y que casualmente se llamaba Fraga. Ya en la etapa predemocrática, siendo éste ministro del Interior, no se distinguió por su disposición a liberalizar la televisión. Ni mucho menos lo hicieron los sucesivos Gobiernos de la UCD en los que el actual coordinador general del partido fraguista fue, entre otras cosas, director general del ente. Puede decirse que la derecha dura de este país, y aun el centro-derecha, sólo se han mostrado de veras partidarios de la televisión privada cuando las urnas les han arrebatado el monopolio de la pública. El Gobierno se ha podido quedar corto en el proyecto enviado a Cortes, pero su largueza es enorme si se compara con el patrimonialismo televisivo que han ejercitado los que ahora chillan hasta la amenaza -de dudosa fiabilidad democrática- de abandonar el Parlamento y de no presentarse a las elecciones.

En cuanto a Roca, la experiencia de gestión de la empresa pública Corporació Catalana de Ràdio i Televisió, en manos de su partido y que emite con el nombre de TV-3, no es precisamente un buen ejemplo de utilización racional de fondos públicos o de ausencia de manipulación por parte del Gobierno catalán. Aunque es preciso reconocerle algunas cualidades técnicas y profesionales, en su conjunto TV-3 parece haber seguido, paso por paso, el objetivo de conseguir en tres años lo que a RTVE le ha costado 30 en lo que a colosalismo, gastos disfuncionales y control gubernamental se refiere. El estado de gracia en que se mantiene el canal catalán ante la opinión pública se debe principalmente a la normalización cultural y lingüística que promueve, pero no permite cerrar los ojos a sus defectos estructurales, de los que el partido que controla la Generalitat -y al que Roca pertenece- es principal responsable.

El proyecto socialista

Por lo demás, hay importantes críticas que hacer al proyecto socialista. La reserva más seria es el carácter mismo de la ley prevista. Hubiera sido mejor, como garantía futura de los derechos ciudadanos, una ley orgánica que desarrollara la libertad de expresión reconocida en el artículo 20 de la Constitución en el terreno audiovisual y no este simple desarrollo esbozado de la gestión del servicio público de televisión. El Gobierno, haciendo una lectura restrictiva de la sentencia del Tribunal Constitucional de 31 de marzo de 1982, huye de la posibilidad de esa ley orgánica, aunque su grupo parlamentario al contar con más de la mitad más uno de los escaños de la cámara posee los votos necesarios para la aprobación de un proyecto de esta naturaleza. Pero, como ya tuvimos ocasión de decir entonces, la opinión mayoritaria del Tribunal Constitucional, en cuanto decía que "la televisión privada nos es una derivación necesaria del artículo 20" de nuestra norma fundamental, es discutible. Y la propia sentencia abría la puerta a que la ley que ordenara la televisión privada fuera efectivamente orgánica "en la medida en que afecte a algunos de los derechos constitucionalizados en el artículo 20". "Salta a la vista", decía EL PAÍS de hace cuatro años, "que la autorización de la televisión privada afecta al derecho de comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión y que por ende sólo una ley orgánica podrá regular este campo". Hoy seguimos pensando exactamente igual, pero es obvio que el Gobierno ha escogido la vía menos comprometida para la tramitación parlamentaria. Y lo ha hecho incluso ignorando otra sentencia del alto tribunal (de 7 de diciembre de 1982) que, pese a una notoria ambigüedad, habla explícitamente de la "necesidad de una ley orgánica que exprese, dentro del marco de la Constitución, la decisión política de instituir la llamada televisíón privada". Éste no es un tema tampoco baladí: los futuros concesionarios no pueden estar al albur de que las Cortes aprueben ahora una norma que se pueda recurrir con facilidad al Tribunal Constitucional.Entre las exigencias a las nuevas televisiones privadas que- el proyecto establece merece señalarse la de una cuota de producción nacional, comprensible si se quiere proteger el sector cinematográfico y audiovisual de nuestra industria. Los límites marcados a la publicidad son del todo innecesarios desde el entendimiento de las leyes del mercado, pero pueden resultar plausibles si contribuyen a evitar la degradación del medio.

Lo más oscuro de lo que se conoce del proyecto sigue siendo la regionalización de las emisiones y en qué medida pudiera afectar a las competencias de los Gobiernos autonómicos, mediante el diseño de un mapa que no coincidiera con el de las autonomías. Otras cuestiones quedan también pendientes de futuros desarrollos, como el instituto que controlará el uso de la red pública y futuros sistemas alternativos de difusión, así como la utilización correcta de las concesiones, y del que, como mínimo, cabe esperar que funcione mejor que las instituciones diseñadas por el Estatuto de Radiotelevisión Española.

Habrá que aguardar, pues, tras la aprobación de la ley, al decreto que regulará las concesiones, tan importante o más que la ley misma. Entre tanto, merece la pena poner sordina a las expectativas e ilusiones desorbitadas que la televisión privada genere. La capacidad industrial, comercial y profesional de España es limitada, y atendiendo a ella resulta imposible pensar en la existencia de cinco canales -dos públicos y tres privados- de cobertura nacional, más los tres autonómicos ya existentes, emitiendo durante un número considerable de horas al día con una calidad irreprochable. La televisión privada dará vías al pluralismo informativo y de expresión de los españoles, y generará alternativas de ocio diferente. Pero merece la pena ser escépticos respecto al contenido de programación de muchos de esos canales. No obstante, la competencia entre ellos permitirá agilizar los sistemas de gestión también en RTVE, dinamizar la estructura de ésta y sanearla. Al mismo tiempo la televisión estatal deberá estar menos preocupada por hacerle la guerra comercial a los operadores privados y más por cubrir las lagunas culturales y educativas que los nuevos canales puedan tener. También será interesante contemplar de qué manera pueden protegerse en este terreno las empresas españolas de la presión de las extranjeras, con experiencia y capacidad de producción y de emisión ya en las manos.

En definitiva, son muchos los interrogantes aún pendientes. Lo aprobado ayer en Consejo de Ministros es sólo la señal de partida de una carrera que nos lleva a un futuro mejor pero no necesariamente esplendoroso.

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