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El proyecto Pigmalión

"Dadme una docena de niños sanos, bien formados, para que los eduque, y yo me comprometo a elegir uno de ellos al azar y adiestrarlo para que se convierta en un especialista de cualquier tipo que yo pueda escoger -médico, abogado, artista, hombre de negocios e incluso mendigo o ladrón-, prescindiendo de su talento, inclinaciones, tendencias, aptitudes, vocaciones y raza de sus antepasados". Podía escribirlo Watson, en su libro-manifiesto del conductismo (año 1925), confiado en una pujante psicología experimental del aprendizaje, que por entonces sostenía que prácticamente todo en el ser humano -toda conducta y toda capacidad- es aprendido, se debe a la experiencia. Nadie le encomendó a Watson los 12 discípulos solicitados y hemos quedado sin saber el desenlace de su desafío. Quizá por eso, por no haber sido crucialmente refutada durante mucho tiempo, la psicología conductísta del aprendizaje ha seguido manteniendo en ese tiempo la indefinida maleabilidad del agente humano, su funcionalmente ilimitada modificabílidad por la experiencia, sobre todo por la experiencia metódicamente programada, planificada. Un aroma de mesianismo salvador, que unas veces se enuncia tan sólo en el orden pedagógico y otras veces da el salto y pretende valer en el orden político, acompaña a los clásicos de esa psicología y a su tecnología del aprendizaje. No es insustancial la aportación que han hecho, con visos de ciencia, a la causa de los que creen que el hombre puede ser mejorado. Sólo que a veces se pasan un pelín en su optimismo e imaginan estar en el secreto del cambio cultural, de la modificación de la sociedad. Nada tiene de casual que las dos obras que bien pueden considerarse cimas y summas de ese género de psicología -Ciencia y conducta humana, de Skinner; y Principios de modificación de conducta, de Bandura- contengan . sendos capítulos, respectivamente, sobre "la planificación de una culuira" y sobre la utilización de aquellos principios para "la planificación del cambio sociocultural".El de Watson es un sueño genesiaco, demiúrgico; -es el proyecto de crear al hombre -y a la mujer- no de la nada, pero sí de una materia preexistente amorfa y dócil, como el barro y la cera, para hacer con ella lo que se quiera, lo que se sueñe hacer. Es un proyecto antiguo, aunque sólo con la ciencia conductista reciba soporte instrumental y tecnológico. El rey Pigmalión se enamora de una estatua femenina de mármol y obtiene de la diosa Afrodita que la dote de vida para poder desposarse con ella. La leyenda de Pigmalión ofrece una fácil lectura pedagógica, que Bernard Shaw aprovechó en una conocida pieza de teatro, y que no ha pasado inadvertida a los teóricos y a los críticos de una noción del maestro como Pigmalión en la escuela. Más radicalmente, ofrece una lectura demiúrgica. Cuando, tras concluir el Moisés, le increpa Miguel Ángel: "¡Habla!", no es el pedagogo, es el demiurgo quien se expresa. Miguel Ángel sueña ser como Yavé en el Génesis: ha conseguido, de la materia, plasmar una figura perfecta del hombre; queda ahora hacerle hablar, infundirle el soplo de la vida. Crear a Adán, a Eva, a partir del barro, del mármol, de una costilla, de la materia viva, ya humana, del educando, del sujeto social: era un sueño ya antiguo, pero ha sido una de las más pertinaces obsesiones de la modernidad.

Si exceptuamos el último tramo, el final tercio del siglo en que vivimos, este siglo ha compartido con el anterior los mitos genesiacos, demiúrgicos, que hacen del hombre un igual de la divinidad creadora. Feuerbach había recogido una sentencia: "El hombre es un dios para el hombre", cuyo significado es la infinita reverencia y veneración que merece cada ser humano para todos sus congéneres. Eso era poco, era demasiado pasivo y contemplativo para una época que se abre con el descontento de Fausto de que "en el principio era el Verbo", y de que no, no fue así: "en el principio era la acción", aquí estaba el hallazgo. En el giro que de la contemplación teórica a la transformación práctica imprime Marx al humanismo de Feuerbach, la sentencia de éste va a verse convertida en la doctrina de que el hombre es un demiurgo para el hombre: en el trabajo y en la historia, el hombre se hace y se transforma a sí mismo, es autocreador. La historia universal como autogénesis, como demiurgia: tal es la idea central de los Manuscritos marxianos. Es una idea prometeica, de arrebato para los hombres de un fuego, de un poder que solamente los dioses poseían. Prometeo había sido el ídolo del estudiante Maix. En el último renglón del prólogo de su tesis doctoral sobre la filosofia de la naturaleza en Demócrito y en Epicuro concluye Marx con esta casi invocación: "Prometeo es el más noble de los santos y mártires del calendario filosófico". Podía también haberlo sido Pigmalión.

La vigencia de los símbolos fáusticos, prometeicos, las últimas huellas del sueño del hombre demiurgo, llegan hasta casi ayer. Seguramente por la necesidad de reconstruir una Europa destrozada por las dos grandes guerras proliferan y prosperan todavía después de ellas las consignas, los lemas de sentido demiúrgico: por un hombre nuevo, para un mundo nuevo, hacia un humanismo nuevo. Cristianos, existencialistas y marxistas cálidos compiten en la celebración del "hombre total", del "humanismo integral", que, naturalmente, no existe todavía y debe ser creado. Pero es un hombre que puede ser creado: de eso no hay duda todavía a lo largo del decenio del sesenta. Marcuse acababa de sostener que hasta las raíces biológicas -los instin

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El proyecto Pigmalión

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tos, los impulsos, los deseos- eran históricamente modificables. Se sobreentendía que un proyecto y una práctica sociales, culturales, harían nacer al nuevo Adán.

Acaso los instintos sean modificables, pero en todo caso lo serán en el larguísimo plazo de los ciclos históricos de dilatada duración, y no en la decisión y el instante transformador de una revolución cultural. La evidencia científica más reciente converge con la experiencia cultural, política, de los últimos años en el cuestionamiento del sueño demiúrgico. La correspondiente pérdida de credibilidad de cualquier proyecto Pigmalión es, seguramente, una de las características más sobresalientes de un momento cultural calificado como posmoderno. Etólogos e investigadores del aprendizaje coinciden ahora en destacar las determinaciones biológicas del proceso de aprender, las programaciones innatas que rigen las adquisiciones y modificaciones debidas a la experiencia. Difícilmente, Watson hubiera obtenido éxito en su confiado desafío. La naturaleza posee bastante más espesor y ofrece más resistencia de la que la ingenua voluntad de demiurgia podía sospechar. Las determinaciones y la necesidad evolutivamente depositadas en la naturaleza -o también aquellas otras históricamente sedimentadas en esa segunda naturaleza que es la cultura- pueden verse como límites a la libertad humana de autotransformación. Pero también, por el contrario, pueden ser vistas como garantías de esa misma libertad; y las programaciones filogenéticas, desde luego, representan el último refugio protector frente a medidas de control autoritario del comportamiento humano. De un lado, es cierto, la cultura, la sociedad, constituye un principio de libertad frente a las construcciones de la naturaleza. De otro, no menos cierto, la naturaleza puede constituir un principio de libertad frente a las constricciones de la cultura, del poder político y de los ingenieros del control social.

Prometeo, Fausto, Pigmalión, figuras veneradas del santoral vigente en una época en la que el hombre creyó poder llegar a ser demiurgo de sí mismo, de los hombres del mañana, no son ya nuestros santos. Sus profecías han quedado incumplidas y en su devoción perseveran pocos fieles. Para el lugar vacío que dejaron no hay muchos candidatos; acaso sólo Orfeo, que no es un demiurgo, ni tampoco un salvador, ni siquiera un maestro. Todas las ambiciones de transformación le son ajenas: la mesiánica, la revolucionaria, la pedagógica, la tecnológica. En Orfeo, la ética se resuelve en estética; el sentimiento del deber, en ejercicio de la sensibilidad gozosa. Al ímpetu prometeico y fáustico de dominio y explotación de la naturaleza sucede la conciliación y la armonía con ella; una armonía que no excluye el recurso a medios tecnológicos necesarios y altamente refinados, pero respetuosos hacia la naturaleza. A la voluntad política, o acaso pedagógica, de cambiar a los hombres, de transformar sus condiciones de vida, sucede la sosegada convicción acerca de lo poco que un ser humano puede hacer por la inmensa mayoría de los humanos y aun por la limitadísima minoría de los que están cerca, de los íntimos. No por ello es impasible al sufrimiento de los otros o ínerme ante la violencia. El canto de Orfeo amansa a las fieras, y ese canto muy bien vale de metáfora para todos los procedimientos de pacificación sin acudir a la violencia armada. Pero el licinbre órfico no es ya el lugartemente -o el rival, tanto da- de Dios sobre la tierra para hacer y deshacer sin medida, o sólo a su medida, a su capricho, en lanaturaleza y en su propia historia. Es nada más un hombre, un viviente entre los vivientes, que aspira a seguir viviendo de modo razonable en una naturaleza y un medio social humanizados y, por eso, no hostiles, mas tampoco desnaturalizados.

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