_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La lámpara maravillosa

Descubrí de adolescente, en forma simultánea, la prosa de Valle-Inclán y la catedral de León. Mi padre me asociaba siempre que podía a sus correrías y expediciones por los rincones; de España que rezumaban historia y arte. Escapadas que le servían para superar la agobiante fatiga de su profesión de médico cirujano. Un día me anunció que saldríamos para León desde Bilbao por el ferrocarril de La Robla, cuyo itinerario, largo y accidentado, era de un pintoresquismo sabroso. Llegamos de noche a la vieja capital. del reino y mi padre me dio para leer un volumen, bellamente editado sobre papel. muy ligero y, rugoso, que se titulaba La lámpara maravillosa. Confieso mi ignorancia literaria sobre Valle-Inclán, del que tenía entonces una imagen borrosa y simplista de personaje: de traza estrafalaria adscrito al carlismo. Leí de un tirón aquel ensayo estético místico y me detuve en el pasaje de los rosetones leoninos a los, que iluminaba el sol oblicuo de los ocasos. Al día siguiente contemplé por vez primera la prodigiosa orfebrería cromática del cristal, la piedra y la luz de la meseta, y pude entender el sentido profundo de la emoción artística y su llamada al corazón del hombre. Ello ocurría en 1924, cuando todavía León no era la gran ciudad que hoy es.¿Por qué se grabó a mis 14 años aquella imagen tan vivamente en mi memoria? Las piedras labradas de León tienen una personalidad única, autóctona, distinta de sus hermanas burgalesas, zamoranas o salmantinas. Al templo de León se le llamó pulcro en el pareado latino por la fina elegancia de sus naves y capiteles. He vuelto a León, en reciente ocasión, a disertar ante los estudiantes sobre la construcción de Europa. ¡Qué admirable capítulo de la historia europea nos cuentan los templos de este antiguo reino! El cuerpo de san Isidoro, convertido en leonés honoris causa cuatro siglos después de enterrado en Andalucía, fue el aglutinante religioso y cultural de la tierra reconquistada, después de que fuera superada militarmente la cordillera por la hueste cristiana de Asturias. La capilla Sixtina del románico, en cuya bóveda vuelan arcángeles de ojos inmensos, oscuros, hieráticos, nos conmueve a los hombres de hoy desde su misterioso techo, que parece arrancado de las páginas miniadas de un antifonario medieval. Es en la catedral donde se confunden de modo supremo la creatividad del arte con el hallazgo de la luz como elemento decisivo en la construcción de los templos. Chartres y Reims influyeron seguramente en el diseño leonés. Pero la apoteosis del vidrio de color, ¿de dónde pudo venir en forma tan eminente? Dicen los expertos que fueron artistas procedentes de Burgos los que figuran en las primeras listas de los artesanos sublimes del cristal cromático. ¿Qué espíritu singular, qué coincidencia de voluntades, qué novedades del horno de las sílices y del emplomado minucioso y de las sales de plata que hicieron posibles determinados coloridos tuvieron, que concurrir en el milagro final? Y, sobre todo, ¡qué profundidad en el conocimiento teológico y bíblico fue necesaria para dar un contenido de tanta sutileza y valor simbólico al mensaje unívoco que contienen los ventanales!

En la catedral leonesa, la filtración de la luz solar no se descompone, como en el prisma, en colores definidos, sino, por el contrario, se diluye, se disuelve y mezcla en matices de gran complejidad. Parece como si los cartoneros del gótico y dél renacentisino se pusieron de acuerdo no sólo en evitar la desnudez del monocromatismo, sino en la secreta elaboración de colores inefables, casi imposibles de analizar o definir con exactitud. ¿Era un capricho de artesanos repletos de sabiduría pictórica? ¿O fue un cálculo preciso y matemático que tenía en cuenta el dato esencial y decisivo de que se trataba de iluminar el interior de un templo en el que las gentes se reunían fundamentalmente para rezar? ¿Y no es necesario que el ámbito de un lugar de recogimiento espiritual se atenga a determinados cánones en relación con nuestros sentidos? Explicar con claridad lo que por definición sea un espacio de tal naturaleza es tarea difícil, si no imposible. En la catedral de León se pueden admirar desde distintos ángulos los chorros del color que translucen las paredes, apenas definidas en su origen por la piedra invisible y los plomos de sujeción. Hay una magia en esa atmósfera que se adivina en el extraño sentimiento que embarga al visitante cuando se encuentra envuelto en el hálito de esta sacra tiniebla de colores.

Parece ser que en los planos de construcción del edificio, que pasó por tantas dificultades, derrumbamientos y reconstrucciones, hay contenido un número cabalístico de los canteros y maestros de obra primitivos que se mantiene incólume y garantiza de hecho la supervivencia de las estructuras. Existen ejes de la planta desviados, columnas que se abren y se repliegan en su recorrido hacia las bóvedas, perfiles alabeados de la piedra que se asemejan a un bosque de palmeras gigantes sacudidas por el viento.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Todo ello forma parte de esa prodigiosa basílica que desafía las grietas de la dovela, el cáncer de la piedra, los temblores sísmicos del suelo, las oquedades de las termas romanas y la arboleda selvática de los contrafuertes y los arbotantes.

Valle-Inclán, en su Lámpara maravillosa -a la que llamó sus

Pasa a la página 10

La lampara maravillosa

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_