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Teoría de las catástrofes

La moda no respeta ni siquiera las ciencias. En los años veinte fue la mecánica cuántica; en los treinta, la economía; en los cuarenta, la cibernética; en los cincuenta, el marxismo; en los sesenta, la semiótica -que fascinó a Pániker y deslumbró a Rubert- y el estructuralismo, tan citado como poco comprendido; en los setenta, la sociobiología, otro embeleco anglosajón en la tradición de Hobbes y Darwin, que pretende justificar genéticamente no sólo la "agresividad innata del hombre", sino también el derecho de propiedad e incluso el patriotismo. Ahora, en los ochenta, la teoría de las catástrofes. Es una teoría que, evidentemente, necesitábamos.El pintor Dalí, pensador ávido de un estímulo intelectual para su obra plástica, fue el primero en divulgar en nuestro país la obra de René Thom sobre las catástrofes, al comunicarle éste que bajo la estación de Perpiñán se sitúa el quicio tectónico de las placas continentales que soportan Europa y África. No fue por azar que hace pocas semanas se celebraba en el Teatro-Museo Dalí de Figueres un simposio sobre Determinismo y libertad al que asistieron físicos eminentes como Ilya Prigogine y el propio René Thom. Dalí siguió las deliberaciones por un circuito cerrado de televisión.

Las catástrofes naturales escapan por el momento al control de la tecnología. Podemos predecir con alguna exactitud los terremotos y sabemos medir su intensidad -el autor de la escala sísmica, Richter, acaba de morir, a los 80 años-, pero no podemos evitarlos ni amortiguarlos. La corteza de la Tierra es un mundo inexplorado, penetrado sólo por la imaginación de Julio Verne desde el cráter de Islandia o por sondas petrolíferas que desfloran apenas la inmensa masa del sial y el sima. Sabemos pocas cosas: Wegener, intrigado por el aparente encaje de las tierras continentales -Brasil cabe en el golfo de Guinea; el Sáhara occidental, en el Caribe-, propuso la teoría de la deriva continental, según la cual las grandes masas de la Tierra que llamamos África, Europa o América flotan y se deslizan sobre un magma viscoso. El desplazamiento es lentísimo, pero inexorable; las placas continentales se desplazan, y su encabalgamiento, cuando llega a producirse, causa catástrofes inmensas e incontrolables.

Precisamente porque las catástrofes suponen una singularidad, su estudio ha escapado a los métodos de funciones continuas y cálculo diferencial de la risica mecanicista, y por ser un fenómeno que escapa al control humano, uno de los pocos procesos terrestres que aún nos desarian en esta naturaleza domeñada y explotada, los investigadores han centrado sus esfuerzos en la elaboración de una teoría científica sobre las catástrofes. René Thom, matemático francés, se ha servido de la topología para esbozar su teoría de las catástrofes, considerando a éstas como puntos singulares en funciones complejas que no se visualizan porque existen en espacios abstractos de n dimensiones. Las funciones se definen por condiciones de contigüidad y separación. La topología, o ciencia del lugar, es una mezcla de geometría y álgebra que permite trabajar con conjuntos de puntos imaginados en espacios de n dimensiones.

En una función de este tipo, una singularidad representa una catástrofe. Si una variable alcanza valores por encima de un límite y no hay respuesta posible del sistema, éste queda destruido: esto sería una catástrofe en el sentido normal del término, como al elevar la presión de una caldera más allá del límite permitido. Pero si al llevar una variable más allá de un límite el sistema no queda destruido, sino que puede saltar bruscamente a otro estado y continuar existiendo, entonces se llamará catástrofe, en el sentido de la teoría de las catástrofes, a este salto brutal que ha permitido al sistema subsistir cuando normalmente debería quedar destruido. La catástrofe es, por tanto, una maniobra de supervivencia de un sistema obligado a salir de su estado normal.

De ahí la relación entre la teoría de las catástrofes y la morfogénesis: donde haya un salto brutal o catástrofe en las condiciones del sistema se dará una discontinuidad en las propiedades del medio, y, por tanto, creación de una forma, emergiendo del medio continuo. Consecuencia filosófica: de un ser u objeto se distinguen clásicamente su existencia (el hecho de ocupar una cierta porción del espacio-tiempo) y su esencia (la totalidad de sus aspectos, sus cualidades). La actitud materialista, tradicional en la ciencia, considera que la existencia precede a la esencia, que la existencia implica la esencia. El modelo de la teoría de las catástrofes en morfogénesis va contra este axioma, puesto que presupone que, en cierta medida, la existencia está determinada por la esencia, el conjunto de cualidades del ser. Se puede ver en ello un renacer del esquema aristotélico del hilomorfisino: la materia aspirando a la forma. Este idealismo subyacente explica las reticencias encontradas por la teoría de las catástrofes en biología. Thom aplica su teoría a la biología y la lingüística; por su parte, el profesor Zeeman, de la universidad de Norwick, ha aplicado la teoría de las catástrofes para construir un modelo sobre

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Teoría de las catástrofes

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los motivos carcelarios. En nuestro país, la Escuela de Investigación Operativa. de Valencia ha elaborado aplicaciones prácticas de la teoría de las catástrofes para casos de inundaciones e incendios. No existe, en cambio, una aplicación directa de las teorías de René Thom al caso de terremotos, impactos de cometas u otros cataclismos de gran envergadura.

Los hermanos Álvarez, astrónomos de California, avanzaron la hipótesis de que los dinosaurios desaparecieron -hace 80 millones de años- por causa de un cataclismo concreto ocurrido repentinamente. Ahora la teoría parece confirmada por el análisis de carbón acumulado en los estratos cretáceos de hace 80 millones de años, en los que el equipo de la universidad de Austin ha descubierto una proporción de carbón totalmente atípica.

Si el siglo XIX fue la era del evolucionismo, el siglo XX podría denominarse la época de las catástrofes; si la teoría de Darwin supone un correlativo biológico a la ideología progresista del siglo XIX, la teoría de las catástrofes es, curiosamente, un reflejo del ambiente de inseguridad y holocausto en que vivimos. Las dos guerras civiles de Europa -llamadas mundiales para repartir responsabilidades-, las bombas atómicas de hidrógeno y de neutrones han terminado con la visión evolucionista de la historia porque imponen la posibilidad de cambios radicales producibles de modo concreto, discontinuo y singular, es decir, catastrófico.

El cambio no me parece malo, aunque sea desagradable y doloroso de sobrellevar. En la concepción darwiniana de evolucionismo gradual, en el progresismo social de los liberales y en el materialismo dialéctico de los marxistas, el individuo cuenta muy poco, la decisión personal queda inhibida, lo cual es bastante cómodo. La historia va por un carril de evolución, progreso o dialéctica que escapa a las personas y sólo concierne a las masas, a los grandes números, a las clases, a las fuerzas tecnológicas, al medio ambiente o a las relaciones de producción. El libre albedrío del individuo es incapaz de actuar sobre estos engranajes colectivos de la historia, y lo único que puede y debe hacer, según Marx, es actuar en el momento preciso en el sentido de la tendencia ineluctable.

En la concepción catastrófica del siglo XX, en cambio, el individuo puede apretar el botón; la ciudad puede, por acumulación de gases, ahogar a sus ancianos, y, en cualquier caso, la evolución gradual de la historia puede ser perturbada por una discontinuidad que cambie su curso. Me parece un cambio de mentalidad importante que devuelve al hombre una responsabilidad individual de la que el darwinismo y el marxismo le habían descargado. Una persona, un grupo de políticos, una ciudad, una compañía -como Union Carbide-, pueden ser responsables de una catástrofe. Y son ellos, no las fuerzas ciegas de la historia o de la dialéctica, quienes causan el desastre.

Por otro lado, la teoría de las catástrofes incorpora a nivel macrofísico la discontinuidad y aleatoriedad que existen en la teoría cuántica del mundo subatómico. Y además explica -como la teoría de las estructuras disipativas de Prigogine- la aparición de formas en procesos irreversibles, el paso de caos a orden, incómodo misterio que la ciencia mecanicista no lograba incorporar en su modelo.

Vivir en un mundo catastrófico, aleatorio, donde un cataclismo inesperado puede cambiar de golpe el curso de la historia, es vivir peligrosamente. En este mundo tiene más sentido el existencialismo que las cajas de ahorro.

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