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Los socialistas y la racionalidad

Cuando contemplábamos, hace días, la multitud multicolor y animosa de quienes sostenían las banderas del no, nisiquiera algunos resucitados en reclamo de nostálgicos protagonismos pudieron impedir que nos penetrara una regocijante ternura. Conocía los cantos, el ritmo de las frases -aun rechazando su contenido- y la expresiva gesticulación, porque formaban parte de la cultura de la izquierda a la que pertenezco, y siempre, cuando se reiteran imágenes del propio ámbito, la sensibilidad es proclive a la complacencia.Pero aquello parecía el enésimo remake de una vieja película ya sabida, en la que desde mi juventud había intervenido, pero que ahora se pretendía revivir en escenarios en desuso y con un guión cuyos diálogos se desflecaban en tópico.

Esa parte de la izquierda a la que me refiero podía suscitar nuestro afecto, pero no recoger la adhesión intelectual, Aquél venía determinado por muchas cosas que habíamos vivido juntos -asambleas estudiantiles, clandestinidades, prisiones y platajuntas-; ésta era imposible, porque había un punto en que nos separábamos: el que permite aplicar a un sector de la izquier da las características procesales -no ideológicas- que Simone de Beauvoir estudia en el ensayo que constituyó uno de nuestros breviarios, hace ya un cuarto de siglo. La pensèe de la droite nos ilustraba sobre el uso inmoderado de la retórica, el empleo irracional del sentimiento, el con vencionalismo semántico sustituyendo al ejercicio del concepto, los hábitos desmonetizándose en atavismos, el voluntarismo que convierte en ingrávidas las opacidades de lo real, los mitos que fascinan por su sugestiva visualización.

Desde entonces había corrido mucha agua bajo los puentes y se había producido una penosa inversión. Mientras grupos sociales conservadores habían encontrado en comportamientos tecnocráticos amplias salvaguardas para sus intereses, núcleos progresistas, en lugar de renovar su reflexión como respuesta a los incentivos propuestos por el entorno social, preferían conservar en naftalina las viejas doctrinas como si el tiempo se hubiera detenido en los umbrales de una revolución siempre posible.

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Estos días he tenido la impresión de que, más allá de sus contenidos, el análisis de la compañera de Sartre podía aplicarse a algunos amigos nuestros, pero al mismo tiempo he salvado lo que esto tenía de penoso con la premonición de que tantos esfuerzos y, a menudo, tanta buena fe podían adentrarse en el camino de una eficacia reformadora, tal y como lo hicimos hace años los socialistas, y porque lo hicimos con convicción, al rescatarnos de la tentación testimonial, pusimos las bases para que España se liberara del destino al que nuestra historia parecía condenamos.

Las elecciones de 1979 obligaron a una honda reflexión. Habíamos acudido a ellas con la decisión de ganarlas, y solamente los resultados contrarios quebraron las expectativas que alimentábamos hasta después de cerrar las urnas. Ante el hecho de que el empuje iniciado dos años antes se frenara, la frustración que sobrevino no nos condujo a inhibiciones recostadas en la prepotencia intelectual de considerar a los demás como equivocados y a nosotros como acertados. Por el contrario, suscitó el examen del contexto social en que nos movíamos, la composición de las clases trabajadoras, no solamente en sus estratificaciones, sino también en comportamientos, hábitos mentales y opiniones diferentes que sugerían la necesidad de encontrar un mínimo denominador común; la irrupción de amplias capas medias, a las que difíicilmente podía alcanzar la simplificación del mensaje que, obligadamente, habíamos elaborado frente a la dictadura; la opinión de vastos sectores intelectuales y profesionales de mentalidad liberal, a los que resultaba ingrata una ideología unívoca que ponía el acento con exceso en la primacía del Estado como insoslayable palanca para realizar los cambios necesarios; la preocupación de sectores de la Administración que comprendían la necesidad de su reforma, pero que se movían con cautela ante quienes la urgíamos desde vinos estímulos abroquelados de voluntarismo.

Si pretendíamos suscitar adhesiones multitudinarias hacia el impacto transformador, se imponía como ineludible iniciar el proceso a través de la visualización de un dato que en una izquierda tan ideologizada como la española adquiriría suficiente relevancia. Los valores éticos del socialismo democrático, que, siendo sugestivos, se hallaban empañados por un doctrinarismo rígido, no eran capaces de movilizar a todos los medios que nuestro proyecto reclamaba, el cual, para tener un alcance nacional, tenía que ser asumido no solamente por quienes reiteradamente lo venían sosteniendo con apasionamiento, sino también por quienes sentían su convencimiento frenado por la cautela.

El mérito histórico de Felipe González consistió en apostar su prestigio a la liberación de un cierto monolitismo teórico que, si bien corregido por la práctica, constituía un impedimento serio

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Los socialistas y la racionalidand

Viene de la página 11no sólo para progresar, sino incluso para abordar con generosidad intelectual los problemas difíciles y con matices que, novedosamente, fluían en una sociedad moderna.

Después de la preocupante salida del congreso celebrado en mayo de aquel año, la marginación del marxismo como estricta inspiración metodológica liberó meses después, en otro extraordinario, las energías creadoras del partido socialista, haciendo su imagen más sugestiva para cuantos querían vincularse a un espacio político, social y cultural en el que pudieran insertarse con naturalidad y sin simulación intelectual. La nueva racionalidad no consistió en desembarazarse de aquél, sino en depurarlo de sus aspectos acríticos, de mantenerlo como un conjunto de criterios que, abandonando proclividades totalizadoras, podía abundar en análisis fecundos, y en compartir el quehacer teórico, en pie de igualdad, con otros pensamientos que habían demostrado su validez en la consolidación de la sociedad democrática. Fue un debate importante, que desde el plano teórico revalidó la pluralidad de los componentes sociales que iban convergiendo en el desarrollo del proyecto socialista.

A partir de octubre de 1982, éste desarrolló sus potencialidades en los más diversos campos, alcanzando éxitos notables. Faltaba, sin embargo, la prueba contundente que había de ser administrada por datos distintos a los suministrados por las transformaciones internas o por la validez del pluralismo ideológico socialista, que, dado su nivel de abstracción, era asumible sin contrariedad.

La política internacional era compleja para una sociedad que, generalmente, se había enclaustrado en un aislamiento que, aunque pudiera parecer cómodo, resultaba inadecuado para que el país cumpliera con el papel que por sus proporciones le correspondía. No sólo esto era mediocre, sino lo empeoraba el hecho de que los socialistas, en su mayoría, la abordaban desde perspectivas apasionadas, que, si bien tuvieron legitimidad en el pasado reciente, ahora imposibilitaban la plenitud de esa dimensión europea con la que venían soñando, desde hacía siglos, los españoles más egregios. La andadura de la racionalidad ha resultado en esta ocasión más difícil que en pasadas ocasiones, porque ya no se trataba de la vinculada al complejo teórico o a unas circunstancias de política interior que, por su cotidianidad, se apreciaban como indeclinables, sino a planteamientos que exigían la marginación de algunos tópicos que erróneamente habíamos alimentado en años pasados, algunos con moderación y otros con excesivo entusiasmo.

La madurez de los socialistas se ha demostrado al abordar la insoslayable ubicación internacional de España, con coherencia conceptual, con responsabilidad y con una homogeneidad críticamente asumida que pone en evidencia, sensu contrario, la excepcionalidad de algunas conductas. Quedan para la próxima etapa problemas importantes referentes al funcionamiento de la Administración civil y militar, al cumplimiento de la reforma educativa, de la animación cultural, a la consolidación del orden democrático mediante la erradicación de la violencia, y, principalmente, a la superación de la crisis económica y del desempleo mediante métodos e instrumentos que han comprobado su eficacia. Pero desde hace años vengo sosteniendo -y algunas variables del referéndum parecen atestiguarlo- que en la próxima etapa la cuestión fundamental va a ser la definitiva configuración del Estado, lo cual quizá plantea una nueva idea de lo que España es y significa. La normativa existe: el llamado bloque constitucional, integrado por la ley fundamental, los estatutos y algunos corpus específicos. Lo que quizá se echa en falta es una mayor decisión para desarrollarla con talante generoso. Comprendo que esto puede ser arduo teniendo en cuenta comportamientos de crispación que a veces suscitan fuerzas importantes de las nacionalidades históricas, aunque también se producen en la Administración central incomprensiones suscitadas por hábitos burocráticos o por la defensa corporativista de intereses que ya carecen de razón de ser.

Se comprende la irritación que unos y otros suscitan, pero una vez trascendida la complacencia estética del improperio, ¿queda otra alternativa válida que no sea la del entendimiento? Hay un cuadro referencial insoslayable: para los nacionalistas, el paso sin reservas de lo que consideran unidad territorial a la unidad política trabada por la solidaridad. Para los demás, el reconocimiento afectuoso y efectivo de los autogobiernos comunitarios sin suspicacias morosas, lo que supone eliminación de cualquier tentación jacobina que solape impuestas y no consensuadas armonizaciones. En realidad, la abstracta racionalidad del jacobinismo no es sino el negativo de una fría pasión: la de negar las diferencias.

Estoy convencido de que la culminación de la racionalidad socialista se expresará con responsable vigor en la aceptación colectiva del Estado de las autonomías. No se trata aquí de una caracterización definitoria, sino de un empeño vinculado al propio existir de España. Por esto es lo fundamental.

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