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Tribuna:CENTENARIO DE UN TESTIGO
Tribuna
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Pintor de hambres y derrotas

Nada como la podre. Vivimos de ella, en ella, y es ella nuestro último destino. Nada como no dejarse embaucar por el fraude de los sueños de la existencia. De los sueños que nos mentimos, con que nos aseamos y andamos peripuestos por el mundo cual si miserias y podres no existieran. No de otro modo se puede pensar, si una vez más, entre otras ya incontables, se nos acrecienta en los ojos la imagen terrible, honda y patética de la obra entera del tiernísimo y profundamente humano José Gutiérrez-Solana. José Gutiérrez- Solana y Gutiérrez-Solana, carpetovetónico por partida doble, desde la gusanera de los lienzos de Valdés Leal en el Hospital de la Caridad de Sevilla hasta el día de su muerte y redoblada resurrección en la podre, en 1945. Tras haber pasado por el podrido olor del putrefacto hombre masa de las pinturas negras. Desde el mismísimo día de un 28 de febrero de 1886 en que le nacieron, hijo de una madre destinada a la locura Acaso ya él con alienación creadora y la enajenación de las neuronas por la insania de una abuela paterna, mexicana y montañesa, por buen nombre Juana Gómez de la Puente; sobrino del tío Florencio, baba cotidiana a la vera del portal de la casa familiar e incapaz de pronunciar más palabras que la de María y un sonoro taco.Fue podre Solana, podre fertilísima y nauseabunda materia orgánica, pintor de una España que no era la España completa, pero sí España más que verdadera. De hambres y derrotas. En la Derrota del 98. En la de la Generación a la que le dolía España La de La España negra que escribió el "Maldito" Regoyos traduciendo a su modo y manera como le vino en gana unos artículos del belga y poeta Verhaeren. Cierto que no era toda España la España más que sentida y pintada de Solana. Pero era España. La España de los osarios, procesiones de la muerte, prostíbulos y el desolladero donde, hacha en ristre, brutalidad hasta el tuétano, se desollaba el mito y símbolo del toro ibérico.

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El escritor Gutiérrez Solana

Por su edad, Solana podía haber sido, acaso debiera haber sido, otro hombre y haber plasmado otro arte que ese con el que daría en sobrecoger todos nuestros sentidos. Porque, vozarrón en alto, ya casi del todo lo dejó dicho en la Real Academia Camilo José Cela; para aviso de caminantes, críticos y académicos, romos en caer en la -cuenta de cómo Solana era materia para el- olfato, insaciable devorador con la vista, plato fuerte para recios paladares, bramido sordo de las entrañas y brutal tropelía del tremebundo tacto de sus manazas. Porque es claro que todo gran pintor pinta con los cinco sentidos y el sexto es la suma de todos ellos, y Solana fue odre, duro cuero curtido, donde servirse de lo sensorial al por mayor: bragazo de áspero vino, hedor de lupanar, pregón del cartel del crimen, galerna del fin del mundo, ronca voz de rufián, turgente plebeyez desnuda, negra mirada entre las heces y el negror cotidiano, tenebrista de la tenebrosa y solar Castilla, dueño y señor de todos los olores, sabores, griteríos, manoseos y espectáculos del Rastro, antes y mejor que por Ramón escrito al aguafuerte por Solana.

Solana tenía que haber sido otra realidad que la que en efecto fue: lo mismo un conservador cualquiera entre los innumerables que lo siguieron siendo o uno más entre los de la vanguardia internacional, española a machamartillo, capitaneada por el malagueño Pablo Ruiz Picasso y guarnecida de tales como el matritense José Victoriano González -el sedicente "Juan Gris"- o la montañesa María Gutiérrez Blanchard; amén de otros más. Lo que no era lógico, cronológicamente, tal, es que no sólo ejerciera Solana la realísima gana de ser epígono de la Generación del 98, siendo como era 16 años más joven que Zuloaga, otro tanto que Ricardo Baroja, aún más respecto a don Miguel de Unamuno. Tiene 20 de edad Solana en 1906 cuando tiene en la Exposición Nacional de Bellas Artes una mención honorítica; no tan poco como parece, si consideramos que las Nacionales eran en extremo celosas en que nadie se saltara a la torera las españolísimas horcas caudinas del escalafón, y que iguales menciones de honor obtuvieron entonces el nada mozo Darío de Regoyos, Ricardo Baroja, Isidro Donell y Daniel Vázquez Díaz. Andaba por los 20 de su edad Solana cuando Zuloaga ya metía puya por el mundo, había abandonado la España blanca de su inicial andalucismo, castellaneaba con la negra y dejaba patidifuso a los franceses del alambicado París. Andaba ya entonces el impresionismo de boca en boca, pintado a pedir de boca por Beruiete y hecho furia solar española con Sorolla. Hacía no más de un año en 1906 cuando, a la par en París y Dresde, habían comparecido el fauvismo galo y el brücke alemán. Faltaba uno para las señoritas de la calle de Aviñó.

Fue Solana pintor de museo como nadie. De nada le hubiera servido leer en su paisano Menéndez Pelayo que eran los museos congelado panteón funerario. De nada, absolutamente de nada, que también propugnasen los italovocingleros futuristas la quema de todos ellos. Pisó y repisó una y otra vez Solana el Prado, mascullando verdades de a puño con su simplicísima entereza mental: "Este tío pinta hombres", refiriéndose naturalmente a Velázquez; "este fulano no pinta hombres", lapidario -¡demasiado lapidario!- ante El Greco. Tanto debió mirar la tan poco observada sabiduría de Ribera que hizo que en su mocedad ya avanzada Solana realizase algunos dibujos de una tan implacable precisión como para que se ganen a pulso la ardua calificación de "riberescos".

Absorbió Solana el Prado sin que nunca tanto pasado se le atragantara, ebrio de él sin que jamás se le pasara tan tremenda borrachera. Visitó Solana con fruición el graso y reblandecido asco de las piezas y gesticulantes figuras de los museos de cera. Se lo pasó en grande con los actos de palo, toscas tallas pueblerinas, de su Rastro madrileño y demás profanadores anticuarios. Dandósele una higa la cronología, dictó sentencia diciéndonos que Alonso Berruguete era un Greco de la escultura.

No tuvo tiempo Solana de escuchar y obedecer opiniones mostrencas. Ya podían decirle tantas pestes y misas como quisieran sobre el desgraciadísimo Museo Nacional de Arte Moderno, el de parte de la planta alta de la Biblioteca Nacional, nacido viejo y achacoso en 1894 mantenido aún más viejo, hasta la saciedad, y dejado viejo -viejísimo- en los cacareos renovadores de la Segunda República, aquella en la que el tan mitificado "Juan de la Encina" -Ricardo Gutiérrez Abascal- no tuvo coraje para pasar más allá del arte de Zuloaga y los Zubiaurre y no se atrevió a exponer el único Picasso que el museo poseía.

Lúcido

Fue asiduo Solana del siempre desolado Museo de Arte Moderno. A Leonardo Alenza le dedicó uno de sus libros. Sólo él debía saber cuánto se anticipaba Eugenio Lucas a su propio arte en La revolución y La ronda, dos cuadros no negramente goyescos y sí pastosa y pardamente previstos como para los ojos dé cualquier soñable futuro Solana. Lúcido Solana, vería por venir sus toreros -y toreras...- en el candor enterizo de los diestros, picadores, banderilleros y aficionados del Patio de Caballos de la Antigua Plaza de ToroN de Madrid, de Manuel Castellano. Y, desde luego, Rosales. Rosales, severísimo pintor; antípoda completo de los rutilantes fulgores, gracias y gracejos de Fortuny. Grave. Noble. Regalándole a Solana la lección de cuanto se puede hacer de portentoso con la austerísima paleta parda, gama ascética y pauperrima de la casta, donde, si se quiere, pueden cantar con quiebros de gran colorista el luminoso amarillo, el azul en su punto y toda una suerte de diestrísimos rojos y enrejecimientos de la mejor color. En la Visita de don Juan de Austria a su padre el emperador. O, más todavía en la Muerte de Lucrecia, todo lo gríseo, entre tierras, sienas y más pardos, quisiera después azulear o verdear en Solana. Vería Solana en el extinto y desafortunado Museo Nacional de Arte Moderno cómo se hacía paso a paso, cambio a cambio, la sala de s u admirado Ignacio Zuloaga, al que con sincera devoción le dedicó uno de los capítulos de uno de sus libros. A quien le debería la posibilidad de su mundo, la inicial fuerza motriz de sus formas, la visión de su España negra; unamunescamente intrahistórica en Zuloaga; en pos de lo humano infrahumanizado en las verdades de a puño de Solana. Porque no fue lo suyo la originalidad, sino la bárbara hirsuta e incontenible reciedumbre de su personalidad. Porque, en Solana, sí que es verdad aquello de D'Ors de que lo que no es tradición es plagio. Porque en arte todo robo es legítimo si va seguido de asesinato.

Hombre de más de 30 años de vida en museos, no creo que todavía hayan dejado de ser frígidos y solemnes panteones. Pero aunque así fuera y aún sigan siéndolo, nunca le importó a Sólana. Él no se paraba extasiado en lo de afuera de los cementerios. Él se adentraba impertérrito en las tumbas, en las huesas arrumbadas, en los pudriderds, a sus anchas con la Muerte entre mondos esqueletos y resecas momias apergaminadas. Y en la vida que todos los muertos fueron. Y en la de los hombres que se hallaban alrededor suyo: a veces, prototipos cual el capitán mercante, toreros en bastantes ocasiones; en otras tantas ocasiones, carne de burdel o famélicas coristas, sufrientes lavanderas, peludas criadas de servicio, pellejeros, los pescadores de la portentosa Vuelta de la pesca, aldeanos de la Montaña, entierros de la sardina, la podrida miseria durmiendo en mugrientos camastros o creyendo comer en los comedores de los pobres... La vida religiosa. Se crea o no, lo religioso por toda, absolutamente toda, la hediondez solanesca. En cada hombre. Hasta en los bodegones, paisajes y retratos. Y, por si no fuera bastante, en El fin del mundo, en el que, a partir del antiguo Breughel, llega Solana a mucho más que él: a la insoslayable meditación de que hemos de morir. De la podre que nos espera.

Joaquín de la Puente es conservador del Casón del Buen Retiro del Museo del Prado.

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