El hijo de 'el Jaro'
Hace ya siete años que murió el Jaro, el bandido adolescente. Fue en 1979, ¿recuerdan? Acababa de cumplir los 16 años, recién estrenada, pues, su mayoría de edad penal. Le descerrajaron un tiro de escopeta una fría madrugada en un elegante barrio madrileño, ¿recuerdan? Era el gran mito de los bajos fondos juveniles. Llevaba a sus espaldas una dura historia, apretada de acontecimientos y premoniciones. A los 16 años el Jaro ya había vivido demasiado, acumulaba un cierto cansancio y la opacidad de un futuro con sabor a sangre. "Siempre he querido ser libre", escribió en una redacción que hizo durante su estancia en un reformatorio; no lo conseguiría jamás, porque su destino no había dejado de balancearse entre la acción y la represión, como mandan los cánones aplicables a estos hijos del azar. Nunca pudo pararse a sentir las ráfagas de una libertad siempre precaria, conquistada a base de fugas y escondites, y es que su existencia estaba abocada a la huida hacia adelante, deprisa, más deprisa cada vez, continuamente a salto de mata.En el último tramo de su carrera debió de adquirir ciertos momentos de desesperada lucidez, y entonces aparecían unos presagios que le ponían contra las cuerdas. El asedio no le impidió vislumbrar que las cosas se le estaban torciendo: los periódicos habían hablado demasiado de él, en su propia banda surgían síntomas de contestación, su figura carismática sufría la erosión de un tiempo que a esas edades resulta devastador y también el vacío de algunas derrotas íntimas. Le habían penetrado extrañas ansias de trascendencia, determinados descendimientos a la sentimentalidad, que, sin duda, eran interpretados como flaquezas: quería tener un hijo a toda costa, rápidamente, antes de que fuera, tarde; se encontraba muy solo, puede que incluso sintiera un miedo que disimulaba con altanería. Cada vez eran más perentorias las premoniciones.
"Lo importante no es lo que hacemos de nosotros mismos, sino lo que nosotros mismos hacemos de lo que han hecho de nosotros". Seguro que el Jaro no habría entendido esta frase de Sartre, pero, sin duda, estaría de acuerdo con ella. Lo que los demás habían hecho de él no le gustaba en absoluto. ¿Habría alguna manera de enfrentarse con el monstruo en que los otros le habían convertido: carne de presidio, carne de escopeta en la noche madrileña, carne de evasión hacia la nada? Creo que al final el Jaro trataba de defenderse, ya sin demasiada convicción, arrastraba el mito de su nombre de hierro como un pingajo por las calles. No le quedaba más recurso que tener un hijo.
Tuvo ese hijo, y le llamó David.
Su madre, la Toñi, parece que está en Yeserías, cumpliendo condena por atracar un banco a mano armada. Un buen reportaje aparecido no hace mucho en un periódico madrileño me trae noticias de ese David tan ardientemente deseado, como en una historia bíblica. Tiene siete años, es bajo de estatura, pelo rubio, cara sucia y unos intensos ojos azules. Vive con sus abuelos en el barrio del Pilar, esa colmena sin sol que lleva el sello de un Banús pletórico. También lo rodean otros familiares, y con ellos, la enfermedad, la vida al día, el alcohol, la droga, la delincuencia intermitente, la amenaza de los maderos al despuntar cualquier desmonte. Todos tratan de proteger a David, pero las circunstancias juegan en su contra. Me gustaría recordar aquí otra vez la vieja historia de aquella próspera industria que se desarrollaba en la región de Bohemia: cogían a los niños desamparados y les rajaban los labios, les comprimían el cráneo, los metían día y noche en un cajón para impedirles crecer. Gracias a este tipo de procedimientos obtenían unos monstruos muy divertidos y altamente rentables en sociedad.
David anda ahora encerrado en la caja siniestra. Crecerá en las proporciones adecuadas, y cuando salga de su clausura se habrá convertido -sin quererlo nadie- en el producto idóneo para contribuir a mantener el equilibrio de nuestro ecosistema social, para que la historia de policías y ladrones siga proyectándose interminablemente, siempre con el mismo éxito. La sociedad necesita de David para que la ley pueda ser infringida y las fuerzas del orden restablezcan la armonía del conjunto. Es un tó
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pico bien conocido. Es el juego ponderado de la naturaleza y la sociedad, siempre sabias.
David aún ignora su papel, igual que Segismundo en la cueva. Pero ya su expresión presenta los mismos signos de el Jaro a su edad. Cuando la Toñi, madre de David, aparece por casa, entre caída y caída, quien surge es el espectro rubio de la predeterminación, una mujer colgada a la que ni siquiera sus familiares conceden posibilidad alguna de recuperación. David comenta con la naturalidad del convicto: "Muchas veces veo cómo mamá se pincha ahí, detrás de la puerta". Son buena gente y quieren lo mejor para David, pero ¿cómo habrían de proceder si ellos son los primeros que están en el pozo? En el corazón de estos descampados a lo más que se aspira es a sobrevivir entre el acecho y la alambrada. Cada salida al exterior es una incierta aventura en pos de cualquier tipo de alimento o un ensayo de fuga. Por el momento, David se limita a incubar los rasgos de una herencia perversa, no genética, sino ambiental. A los 10 años su padre dio su primer golpe, y ya no volvió a conocer la paz. Si los ritmos de precocidad no han descendido, a David le quedan tres años de formación, durante los cuales los labios, el cráneo y los miembros irán adquiriendo la contextura esperada; quiero decir que no podrá escoger libremente unos hábitos de comportamiento: se abrirá el portón y él saldrá deslumbrado a la plaza con la obligación de cornear a diestro y sinestro; ya habrá alguien encargado de hundirle el estoque hasta la bola, limpiamente. En los graderíos puede incluso aparecer la conmiseración, pero qué, la vida sigue, cada cual es cada cual, el que la hace la paga; al fin y al cabo, David es un pillín, oiga; no me cuenta usted su vida.
No se la puedo contar porque aún está en el saco y todavía no ha hecho su aparición el miedo; pero éstas son las previsiones.
Nada halagüeñas, por cierto. Puede que el azar rompa los malos augurios y David llegue a ser el día de mañana un probo fontanero, tenista o senador. Siempre cabe la excepción al proyecto de Bohemia. Eso no cambia nada. Hay miles de David esperando cumplir el designio. De ahí que valga la pena recordar a el Jaro, que murió de un escopetazo a comienzos de 1979 en la calle de Toribio Pollán, de Madrid, cuando tenía 16 años. Dejó un hijo llamado David, que espera su hora correteando por todos los descampados de nuestra sociedad.
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