Otra vez la eutanasia
LA EUTANASIA es un tema largamente controvertido. Aunque ha entrado en la conciencia de la sociedad y existen organizaciones nacionales e internacionales que, bajo determinadas condiciones, la defienden incluso con la actuación de sus miembros, los legisladores se resisten a darle amparo. Exit es el nombre de una conocida asociación en favor de la eutanasia en situaciones terminales que se fundó en Inglaterra hace 50 años y de la que fue presidente Arthur Koestler, quien se dio muerte junto a su esposa el 3 de marzo de 1983. Exit reivindica que se legalice la eutanasia voluntaria y se suprima el delito de ayudar a otro a suicidarse. Por su parte, en Estados Unidos, en 1938 se fundó Euthanasia Society of America, que llegó a solicitar de las Naciones Unidas que el derecho a morir formara parte de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. Holanda fue, en estos días, el primer país de la Comunidad que consiguió una mayoría parlamentaria a favor de legalizar la eutanasia, si bien el Gobierno, arguyendo que no existía consenso bastante para cuestión tan grave, ha dejado pendiente una nueva discusión para después de las elecciones generales de mayo.Actualmente existe un caso en España, originado en el hospital de Basurto, y que continúa sin solución. Una niña con una encefalopatía irreversible, convertida en un manojo de sufrimientos y malformaciones definitivas, está sostenida por los médicos contra la voluntad de los padres, que reclaman el derecho a dejarla morir.
Cada vez que se plantea un caso en que se habla de la muerte como mal menor, los rasgos biográficos y circunstanciales suelen ser distintos, porque la multiplicidad de las situaciones humanas es incontable. Sin embargo, la respuesta de la sociedad constituida, de la justicia y de la Iglesia católica es siempre la misma: la negativa no sólo a proporcionar la muerte a quien la requiere, sino a dejarla sobrevenir renunciando a los medios de mantenimiento. Los enemigos de la eutanasia se aferran a un sentido de respeto a la vida en cualquier circunstancia y lugar, a la creencia de que la vida no es un derecho exclusivo del individuo y acaso también a la posibilidad de un milagro sobrenatural o científico. En ocasiones se proyecta además, en forma de acusación sobre los familiares del doliente, la sospecha de que actuarían más en su beneficio -en su descanso, en la recuperación de una normalidad- que en del enfermo. Todo ello entra en lo posible, pero cuesta trabajo convertirlo en una posición general. Hay casos en los que la voluntad del enfermo es manifiesta y a veces continuamente clamada, pero no se respeta. Esta incongruencia procede de otra que aparece en nuestra legislación, según la cual el suicidio no es punible, pero sí lo es quien ayuda a cometerlo, en el supuesto de que aquel que quiere terminar su vida no pueda hacerlo por sí mismo. El caso de Basurto agrega la circunstancia de que el enfermo no ya sólo ha perdido la conciencia en algún punto de su enfermedad sino que no la ha tenido nunca. En ese supuesto, y con el dictamen médico contrastado y comprobado exhaustivamente, sería la decisión de los familiares la que tendría que ocupar el lugar de la voluntad del paciente.
Casos tan patéticos como este de Basurto, en que la ciencia médica declara a la situación como irreversible y la muerte espera tras un trayecto de dolor y sufrimiento, tanto del enfermo como de sus allegados, hace sentir que algo de inhumano se preserva bajo los argumentos morales y legales que prohíben radicalmente la eutanasia.
Cierto que una postura permisiva sin más podría encubrir situaciones dudosas o erróneas. Entre uno y otro planteamiento extremo, sin embargo, parece razonable pedir la iniciación de un debate en el que debería considerarse como importantes la voluntad del enfermo desahuciado cuando la pueda expresar y un juicio científico riguroso y suficiente. Además, claro está, de requerir, si se cree necesario, el apoyo de un dictamen judicial independiente. En un mundo donde la desasistencia social, la pobreza y la falta de medios clínicos están llevando a la muerte a muchas personas que podrían sobrevivir con una pequeña dosis de solidaridad, parece una morbosa hipocresía el empeño de mantener en vida a quienes no la pueden soportar. No es cuestión, pues, de decir simplemente sí o no a la eutanasia, sino de dejar abiertos los caminos de una legalidad y una, concepción moral que se perciben humanamente necesarias.
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