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La cárcel como desaire final

La necesidad de droga impulsó a Eduardo J. Sainz, como a muchos otros jóvenes, a cometer robos, pequeños en su caso, pero que le han supuesto una condena de cuatro años, y la que le pueda corresponder por otro juicio pendiente.En diciembre de 1983, la policía le detuvo por atracar, junto con otros dos amigos, a un hombre, al que robó un cinturón, un reloj y 300 pesetas. "Estábamos tan ciegos que le robamos y nos fuimos a tomar una cerveza a un bar que estaba a 50 metros. La detención y los cinco meses de prisión preventiva me sirvieron para reaccionar. Estuve un año entero sin picarme, hasta las Navidades de 1984. Me sentía tan curado que me confié, me di un homenaje, y volví a engancharme poco a poco".

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"De todas formas", añade, "yo no esperaba lo que pasó en el juicio. En marzo del año pasado me condenaron a cuatro años, dos meses y un día -ahora se encuentra en libertad provisional, hasta que se vea el recurso- y aquello me hundió por completo". La perspectiva de tener que pasar muchos de los que debían ser los mejores años de su vida en la cárcel le aterra. "Yo le visité cuando estuvo en prisión", interviene el amigo en cuya casa se aloja, "y puedo asegurar que la cárcel lo va a destrozar. Él no encaja allí. Es un muchacho al que la droga le robó la fuerza de voluntad, pero no tiene maldad, no sabe ser malo. La sociedad no tiene derecho a quejarse de los desmanes de los drogadictos si al mismo tiempo no pone los medios para ayudarles".

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