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Carta a mi hermano Raimundo

Ha sido realmente difícil reconocerte. No podías ser tú. Pero en tu bolsillo se encontró la cartera, tu cartera. Sin embargo, la cara de aquel cuerpo que tenía ante mí no era la misma que reía con su, siempre triste, media sonrisa.Recuerdo aquella Navidad de 1983; todos alrededor de la mesaFue una de las pocas veces que te oírnos hablar, reír, abrirte como una rosa en primavera. Al regresar a Madrid, Carmen, mi compañera, vaticiné: "Eleuterio, creo que algo va a ocurrir, pues esta Navidad ha sido como una hermosa despedida".

Siempre habías sido un niño-hombre, incapaz de hacer algo por ti mismo. Cuando ibas a vender a un pueblo, Estrella, tu fiel compañera, debía ir contigo. Incluso para la firma de un contrato de vuestra vivienda tuve yo mismo que desplazarme a Sevilla desde Madrid.

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Bien sé yo que la cárcel roba al hombre cualquier sentimiento, despojándole de toda esencia; a ti te aniquiló. Ya no miraste más al cielo y, a pesar de que tu cabeza se inclinaba hacia la tierra, tampoco sabías cómo eran las piedras del camino que pisabas. Jamás tuviste fuerzas para gritar el "¡Basta!" que inicia la revolución de uno mismo, de la vida en sí. Hubo un tiempo en que el amor de Estrella, y el nacimiento y la ternura de Juana, vuestra hija, parecieron dar luz a tu vida. Sin embargo, la inseguridad, las largas noches de insomnio que provocaron cinco años de cárcel te forzarían a buscar la solución en el porro y, más tarde, en la letal heroína.

Han sido dos años de angustia, incluso cuando pudimos convencerte de que te hicieras una cura de desintoxicación en Madrid. Pero el fantasma del insomnio te perseguía, asfixiaba tus noches, y un día volviste a bajar tus ojos para no levantarlos nunca más.

Ingenuamente, te empeñaste en poder costear tus gastos con el afilao y la venta, sin querer darte cuenta, hermano, que eso, únicamente, da para mal comer. (Andalucía se quema día a día: hay mucho paro. Todo el mundo quiere afilar, vender.) Fue entonces cuando iniciaste el triste camino de la mendicidad familiar, hasta que unos días antes de Nochebuena se te cerró el grifo y comenzó la desesperación: la tuya y la de tantas personas que sufren el mundo siniestro de la heroína, al tiempo que otros seres -¿humanos?- dirigen en sus lujosos despachos el organigrama de la muerte y navegan con sus insultantes yates entre la sangre de sus víctimas.

El triste fin que todos conocemos fue a buscarte en la pasada Nochebuena -"noche de paz"-, cuando, muy excitado, dominado por el mono, le dijiste a tu compañera: "Ya no puedo más. Tengo que hacer algo, encontrar heroína como sea. Si no, me mato. Esta vida ya no tiene sentido pa ra mí. Si tengo que seguir así, esto no tiene sentido...".

Era la primera y la última aventura en solitario. Siempre estuviste arropado por los hermanos. Lo que no consiguieron en otro tiempo mis palabras -y, en ocasiones, mis broncas- lo ha logrado la heroína.

Me ahoga tu muerte, en una pobre, triste tienda de telas, las cuales pensabas vender posteriormente. Ya no puedo seguir escribiendo. Me pesa mucho este bolígrafo y mi mente grita desesperadamente: "Hay tantos Totos, Eleuterio. Cada día son más los Totos, y... cada día se ven más yates navegando en sangre".

Toto, hermano, el amor va mucho más allá de la muerte.

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