Dedicarse a la increencia
"¿España es o ha dejado de ser católica?". Esta discusión ya no es un grito político. El interrogante ha penetrado en la conciencia de la Iglesia española. La universalidad, la hondura y la estabilización del fenómeno de la increencia en los diversos sectores sociales cuestionan al mundo católico. Plantean incluso problemas internos indisociables de sus relaciones con la sociedad.Noventa y tres jesuitas españoles y portugueses, representantes de las ocho provincias de la orden en la Península, acaban de celebrar tres jornadas intensas con todos sus provinciales. El mismo padre general, Hans-Peter Kolvenbach, ha subrayado la importancia de este simposio con su presencia y participación asidua. La defensa de la fe, título histórico de la milicia ignaciana, no se plantea en términos polémicos como en la Contrarreforma. Se ha convertido en meditación y estudio, en compromiso de dedicación prioritaria y en diálogo con todas las culturas. Pablo VI se lo pidió a la orden el 7 de mayo de 1965. El mandato se plasmó en decretos de las Congregaciones Generales 31 y 33. Pedro Arrupe urgió reiteradamente su cumplimiento. En noviembre de 1979 preguntaba a todos los jesuitas: "¿Qué habéis hecho después de la Congregación 32 en materia de contactos con los no creyentes?". "La Compañía", escribía entonces, "está obligada también por su fin a hacer frente al desafío de la increencia". Y notaba la sorpresa de algunos superiores que de repente, 14 años más tarde, habían abierto los ojos, "como quien de pronto cae en la cuenta de que la increencia está ahí, de que es una realidad con la que hay que contar y en la que apenas se había pensado antes".
Veinte años más tarde, los jesuitas han respondido a una encuesta general sobre este punto. No se entendió en toda su hondura y urgencia aquella llamada profética. "No hemos obedecido al mandato del padre Arrupe". No habíamos llegado a caer en la cuenta de todo lo que se esconde bajo el término increencia. Los sociólogos detectan en la masa de los creyentes un desplazamiento acelerado que la aleja de la institución religiosa encargada de la interpretación de la fe católica. Se pueden cuestionar los números y la fiabilidad de las encuestas difícilmente homologables. Antropológicamente, entre el 72% y el 90% de los españoles se autodefinen como católicos. Culturalmente, la cosa es más complicada. Sube uniformemente la curva de los que se autodenominan "católicos no creyentes", sobre todo entre los jóvenes. Asistirnos a un proceso de fragmentación del corpus doctrinal. Es difícil otorgar el calificativo de católico a quien no acepta la divinidad de Cristo, sólo confesada por un 59% y con dudas por otro 20%. La resurrección de los muertos sólo es aceptada por un 43,2% y con dudas por otro 21%. Los creyentes españoles eligen entre lo que les parece más plausible (creíble) según su nivel cultural y su educación religiosa. Perviven indudablemente los ritos socializadores (bautismo, matrimonio, funerales) que estructuran aún a la sociedad española. Pero son mayoría los que no reconocen a la Iglesia como la única definidora de las cosmovisiones. El mecanismo social que hacía funcionar la fe del carbonero, remitiéndola a los doctores de la Santa Madre Iglesia, no funciona. La autoridad cultural de la Iglesia ha sufrido serias erosiones. Las encuestas sobre comportamientos morales confirman aún más claramente que los autodefinidos como católicos pretenden construir por propia cuenta su código moral por procedimientos parecidos a los del bricolage. Hoy es ya perceptible la presencia pública de una "cultura no-católica popular".
Simultáneamente, la pérdida de confianza en el progreso científico como solución de los problemas humanos no contradice esa despreocupación por la coherencia confesional. Aumenta el deseo de interioridad y comunicación. Caminamos, como afirmó Malraux, hacia un siglo religioso. El español medio se preocupa más por los problemas de sentido. Pero no encuentra tan necesario que para ello tenga que recurrir expresamente a la Iglesia católica.
La 'identidad'
Nadie puede crecer sin permanecer en su propia identidad. Todo lo que no es él mismo resulta extraño o añadido. Y aquí es donde se encuentra el meollo del diálogo con la increencia. Tiene que imponerse el buen juicio de la síntesis y no dejarse llevar por los dilemas: religión o secularidad; pastoral de conservación o pastoral misionera; presencia militante o valoración de las nuevas culturas; preferencia por la lucha de la justicia o por el servicio de la fe. Utilizando, al menos por lo que tienen de expresivos, términos de la sociologia, se diría que los procesos de aculturación e inculturación son igualmente necesarios. Los católicos se dividen entre aquellos que optan por la afirmación a ultranza de los reguladores primarios de identificación con elementos culturales decrépitos y aquellos otros que, más sabiamente, descubren los reguladores secundarios o terciarios.
Fuerzas internas y externas del medio sociocultural empujan a la Iglesia hacia una sectarización cuyo discurso deja de ser universal, pierde uno de sus elementos esenciales que es la catolicidad. Los grupos que defienden a rajatabla modelos culturales, sociales y políticos concretos con el noble afán de no diluir la fe, caen en la intolerancia de la secta. También los que aceptan acríticamente todo lo nuevo en el diálogo con la increencia corren el riesgo de la disipación.
Por otra parte, los sociólogos advierten que la sociedad camina a una especie de estructuración gremial de grupo de intereses, alentada por la afirmación de la libertad y de su realización dentro del grupo. En esa nueva configuración, la Iglesia sería un grupo de tantos, confundida con sectores o partidos. Una Iglesia que es tenida como parte no es la del Evangelio. Pierde capacidad de penetración. Su lenguaje se hace extraño, partidario y sectario.
El diálogo con la increencia se plantea, pues, entre las culturas. La fe ejerce una función crítica frente a todas, y a la vez nutricia y estimulante. La misma Iglesia tiene que autoevangelizarse y aun dejarse evangelizar por la increencia. En los términos más tradicionales decimos que cada uno de los creyentes tiene que enfrentarse con su propia conversión.
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