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Un cuarto a espadas

Según es muy comprensible, dadas las circunstancias, el número de este diario correspondiente al pasado domingo dedicaba preferente atención al tema del referéndum sobre la OTAN. Traía ese número, aparte de diversas informaciones relacionadas con el asunto y sus perspectivas, un extenso artículo del director, donde éste lo encaraba como una cuestión política"; y otro de Xavier Rubert de Ventós, que abiertamente se preguntaba acerca del porqué y el para qué de la Alianza Atlántica.Con el talante propio de quien dirige un órgano periodístico abierto a la opinión pública, analizaba en sus términos objetivos Juan Luis Cebrián la situación creada por la iniciativa gubernamental del referéndum, y -salvo un punto concreto que luego consideraré- nada tengo que objetar yo a cuanto dice. Por su parte, el filósofo articulista, ya desde el título de su escrito, se dirige en modo resuelto al fondo de la cuestión, y trata de ella sin los ambages con que a mí me hubiera gustado verla planteada por los líderes políticos -del Gobierno y de la oposición-, quienes, reticentes, se andan más bien -o hasta ahora se han andado- por las ramas, absteniéndose así de ilustrar a los ciudadanos particulares sobre el alcance y consecuencias alternativas de lo que va a ser sometido a su decisión.

Quizá esto sea inevitable; lo entiendo. Se trata de materia inadecuada por su índole al público debate. Y la circunspección, el cálculo meticuloso es algo que por necesidad pertenece al terreno de la política práctica, donde sólo el toque de la genialidad, que -en ese terreno, como en todos- es siempre condición rara, rompe a veces con las ordinarias cautelas a que obliga la responsabilidad cotidiana. Libre de tal responsabilidad y sin otro compromiso que el de su personal verdad, puede y debe, en cambio, el escritor decirle a sus lectores lo que piensa.

Lo que X. R. de Ventós piensa está pensado en una dimensión de profundidad. Su posición ante el tema inmediato del referéndum se basa en una reflexión seria sobre la posición histórica y actual de España en el mundo. No he de glosar sus apreciaciones; básteme con suscribirlas en lo esencial. Cuando él desea "que eliminemos todas aquellas peculiaridades y destinos especiales que han alimentado en nuestro país el nacionalismo, por no decir el idealismo de Estado", está discurriendo en la línea, que no hace mucho apuntaba yo aquí mismo, del proceso -y proceso muy acelerado- mediante el cual los españoles abandonan en la presente coyuntura histórica sus viejas fantasías nocivas para asumir la realidad y operar sobre ella. (Dicho sea entre paréntesis: la gente que, en tono de reproche, se pregunta la razón de que el partido socialista haya cambiado su previa actitud contraria a la OTAN por la favorable que ahora propugna, no tendría que ir muy lejos para hallarla: sería el resultado de ese común encuentro de los españoles con la realidad, de ese poner los pies en tierra firme, dejando al fin de estar en las nubes, conforme España ingresa de manera activa y efectiva en el orden de las relaciones internacionales.)

Con sencilla sensatez explica Rubert de Ventós su voto a favor de que España permanezca en la Alianza. Aduce para ello hechos que ningunos píos e inconsistentes deseos podrán desvirtuar. Y esos hechos son, en último extremo, los mismos que Cebrián ha puesto de relieve en su análisis objetivo de la situación: fundamentalmente, que España se encuentra incluida de manera irreversible dentro del sistema militar de la Alianza Atlántica, y seguiría estándolo, aunque fuese de manera pasiva, caso de que abandonara su participación en el tratado.

En efecto, su eventual salida de la OTAN no añadiría un ápice a su soberanía nacional, concepto éste que, a partir de la II Guerra Mundial, pasé a la categoría de mera superstición, ya que ahora ningún Estado -ni siquiera la Francia de la force de frappe, por no hablar de Dinamarca- tiene capacidad para dictar por sí mismo el curso de la historia. Esa clase de decisiones está por ahora en manos de las dos superpotencias, y aun éstas, en cuanto

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cabeza del correspondiente bloque, tropiezan con las limitaciones establecidas por sus aliados, según ocurre en los momentos actuales con la renuencia europea frustrando los intentos de Reagan frente a Libia. Dado que Europa no ha llegado por su par te a constituirse en una unidad política lo bastante poderosa para tener capacidad de decisión autónoma, la única posibilidad de actuación que les resta a las antiguas naciones europeas se da dentro del bloque correspondiente, y no fuera de él. Si España abandonase el Tratado de Alianza del Atlántico Norte quedaría como una rueda suelta, como peso muerto sin otra perspectiva que la de gravitar al margen, según ha venido haciéndolo durante siglos, desde el Tratado de Utrecht.

En cuanto al aspecto de la seguridad nacional -y aquí viene mi punto de discrepancia con lo expuesto por Juan Luis Cebrián-, no me parece a mí indiferente nuestra participación en la Alianza. Afirma él que "los problemas más inmediatos de nuestra seguridad se centran en Ceuta y Melilla, que atraen prioritariamente la atención de los planes estratégicos del Ejército. Y en este punto tampoco nuestra posición se ve alterada en lo militar por estar dentro o fuera de la OTAN.

¿Será así, en efecto? A juicio mío, y muy por lo contrario, la diferencia es fundamental, precisamente porque la cuestión de la permanencia en la Alianza o su abandono es una "cuestión política". Saliendo de ella, España resultaría ser la única nación europea mediterránea desprendida de la organización militar de Occidente frente a un mundo musulmán, que, como se nos acaba de recordar, tiene planteadas contra nosotros unas reivindicaciones territoriales expresas (Ceuta y Melilla), y aun otras no tan apremiantes (el archipiélago canario). Esos "planes estratégicos del EJército", que a mí me producen -¡a qué negarlo!-bastante aprensión, tendrían, sin duda, menos necesidad de ser puestos a prueba estando integrado este país y sus Fuerzas Armadas en la alianza militar del Atlántico Norte que si, no estándolo, pudiera considerarse cualquier provocación contra nosotros como asunto de nuestra exclusiva incumbencia. Y más no digo.

Queda, en fin, todavía el problema de Gibraltar, que tanto atribula a las almas celosas de nuestra nacional soberanía. Me parece a mí que si ese viejo litigio ha de tener alguna solución, no será sino a través de la integración de España en la organización militar de Occidente; al menos yo no acierto a imaginar otro camino. Pues también se trata aquí de una cuestión política, de una cuestión de política internacional; y esta clase de cuestiones, hoy por hoy, mientras el mundo siga dividido en dos bloques bajo le hegemonía de sendas superpotencias, mientras Europa no se haya constituido por su parte en una potencia análoga, con voz propia independiente, se tramitan y resuelven, en cuanto a España concierne, dentro del campo de la Alianza Atlántica. Nunca, desde luego, en un negativo aislamiento solipsista.

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