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'Santana'

Sobre un espumoso mar de cerveza emergen los tenderetes artesanos con sus frágiles quillas y brujulean los farsantes, atraídos por una voz antigua y poderosa. Aquí es Madrid teatro del mundo. En el rectángulo, vagamente ajardinado, reposa, sedente y severo, don Pedro Calderón de la Barca, y en el frontispicio neoclásico del Español, los príncipes de la farándula reciben su homenaje.La plaza de Santa Ana surgió por iniciativa de José I, rey con más vocación de urbanista que de alcohólico, monarca iconoclasta y racionalista que no dudó en derribar conventos y caserones para darle más aire a la ciudad.

El convento de Santa Ana, fundado por san Juan de la Cruz en el siglo XVI, coexistía en esta zona con la algarabía de los corrales de comedias, entretenimiento favorito de la corte, que un día sí y otro no prohibían para volver a autorizar las autoridades civiles y eclesiásticas, en eficaz contubernio, preocupadas porque este pueblo, novelero y lúdico, vivía con más pasión las mentiras del teatro que las medias verdades de la política o la religión.

Demolido el convento y convertidos los humildes corrales en modernos teatros, el barrio siguió acogiendo generosamente a los cómicos y a los bohemios, a los toreros y a las gentes del flamenco.

Milagrosamente salvados, los azulejos de Villa Rosa, con sus floridos paisajes, recuerdan mejores tiempos, quizá aquellos en los que el protodictador Primo de Rivera, cambiando el bastón de mando por la caña de fino, se dejara llevar por los compases de la bulería.

Años más tarde, atraídos por el conjuro de la plaza, recalaron aquí los primeros beatniks, que hicieron de la tradicional Cervecería Alemana su refugio, pese a la intransigencia de los camareros, que añoraban a su antigua clientela y, escandalizados ante la extravagancia de los nuevos contertulios, miraban con especial preocupación cómo, junto a los veladores de mármol, aquellos bárbaros barbados y de largas guedejas dejaban escapar los primeros efluvios de la marihuana iniciática. Alertados por las visitas de la policía y por los sensacionalistas libelos de los diarios de la tarde, los dueños del local sorprendieron a sus extraños clientes con una insólita admonición, que clavaron en sus puertas: "Prohibida la entrada a beatniks, hippies, etcétera, etcétera".

Tras las huellas de Hemingway, en el camino de Kerouac, con el aullido de Ginsberg atronando sus oídos, aquellos viajeros, mitad monjes y mitad pirados, difundieron su canto peregrino al que con ellos compartió la rubia cerveza, antes de perderse, siempre hacia el Sur, buscando la utopía.

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Sus rasgos aún se pueden encontrar en estos tenderetes artesanos, que han hallado, pese a las reticencias municipales, su enclave más adecuado en este patio de Santana, zoco oriental en el que se malvenden arco iris de pápier maché y ponchos de vicuña, espejuelos multicolores, juguetes de madera pintada, dijes, terracotas, camafeos y perfumes naturales.

Supervivientes del naufragio, desvelados del último sueño, quedaron escorados en la plaza, cambiaron la Arcadia feliz por el asfalto, y acamparon definitivamente en estas huertas y prados madrileños.

Inasequibles al desaliento, sus obras conservan todavía la ingenuidad de los felices sesenta y predican entre la niebla contaminante su imposible homilía bucólica.

Sueños y cerveza, actores en paro vigilados por las inquietantes esfinges del Viva Madrid, gárgolas tutelares en el sombrío pasaje que conduce a los alegres feudos que, ironías de¡ destino, le corresponden al sombrío don José de Echegaray.

Esta plaza es un gigantesco decorado, al que le ponen su vetusto atrezzo las tiendas de antigüedades y cierra con su telón majestuoso el hotel Victoria, que en las grandes solemnidades hace lucir la esfera que corona su caprichosa torre.

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