Crónicas de ultrasueño
J. V. Foix, Premio Nacional de las Letras Españolas, Premi d'Honor de les Lletres Catalanes, y considerado por muchos como el mayor poeta vivo de la Península Ibérica, acaba de publicar a sus casi 93 años de edad su último libro de prosas poéticas, Cròniques de l'ul trason, compuesto por crónicas de sueños superreales, en las que resurgen temas que ocuparon al poeta en los comienzos de su labor li teraria. En estas páginas se publica la traducción, realizada por José Agustín Goytisolo, de una selección de estas prosas.
Habíamos ido, fervorosos del todo y de la nada, a dar la vuelta por la ciudad cautiva. Todos se complacían en decir que sabían su historia, pero nadie coincidía. Colmada de mitos, era oscura de día y clara de noche. Nosotros estábamos a media luz. De un antiguo portillo salió un mulo con las alforjas cargadas de hachones, guiado por un hombre vestido a la antigua, que nos dio uno a cada uno. El mulero nos los encendió y nos señaló un camino de vuelta. Allí estaban los poetas más nombrados del país, de todas las tendencias, y las poetisas de más prestigio. Sin embargo, el camino no era el que nosotros habíamos recorrido de ida. Temíamos un engaño, pero, animados por la aparición medio borrosa de la figura de Joaquim Folguera, que decidió por dónde había que ir, avanzamos con el hachón encendido y levantado, recitándonos unos a otros versos inéditos a medio tono. El rumoreo de las voces, el fragor del viento y el susurro del follaje, unidos nos recordaban el de la mar en los escondrijos del Puiggrós.Llegamos, cautivos de nosotros mismos, a un llano bordeado de cabañas de inusual construcción. Un personaje nos asignó una a cada uno: "¡No os mováis!", nos dijo, "recordad, por favor, vuestros versos. Enriquecedlos con palabras de nuevo uso y al alba recitadlos lo bastante alto para que el viento se los lleve más allá de la frontera que os rodea". En medio del llano que ocupaban las cabañas plantó un rótulo que, en gruesas letras, decía: ¡Evitad el fraude!
Una tramontanada apagó los hachones fijados al pie de cada cabaña. Ya de noche, el firmamento había duplicado el número de estrellas.
Al salir de nuestras madrigueras pisábamos la hierba oscura, alta y espesa que bordea un cenagal. Poetas y poetisas desaparecimos, confundidos con nuestra propia sombra.
Como ya sabéis tengo tiempo de alimentarme de lecturas mientras intento fijar mi propio pensamiento -o que me parece propio- que en ellas se me origina, y que la inteligencia me corrige. Sin embargo, ayer, mi mente no se reflejaba en la letra impresa. Mientras iba hojeando volúmenes de la biblioteca y los cambiaba de un lugar a otro, me anublaba de ideas. Una vaga inquietud me hizo sentar en la silla de brazos y reflexionar sobre mi situación espiritual. Cuando más diversos y adversos eran mis puntos de vista, consideré llegada la hora diaria de dar un paseo. Arreglé algunos libros y me fui.
Al salir de casa ya advertía que no lo hacía de la manera habitual, atento únicamente a la pugna de ideas que llevaba en la mente y que no podía resolver. Salí a la calle caviloso, solo conmigo mismo, divagando por espacios inéditos. Tropecé, distraído, con un transeúnte y, al excusarme, le invité a seguirme. Él sonrió, mirándome de forma inusitada, y dijo que sí con la cabeza. íbamos caminando por modernas avenidas mientras yo, a media voz, expresaba mis preocupaciones que, según parecía, debían de ser también las suyas. Yo explicaba la gran tristeza de no haber podido resolver el hecho de mi existencia. El hombre escuchaba sin decir nada. Nuestros pasos tenían el mismo ritmo y, cuando yo me detuve de súbito ante el escaparate de la corsetera, él se paré en seco como si una fuerza misteriosa le gobernase.
Al volver, entramos juntos en casa y, sin razón aparente, le ofrecí mi silla de brazos. Tan pronto como él se sienta, el espejo que cubre todo un lienzo de pared se resquebraja por la mitad y los trozos de vidrio caen al suelo. Me doy la vuelta para mirar a mi compañero: ha desaparecido. Me entra pánico. He conocido desde siempre la existencia de una gruta que sirvió, en otras épocas, para la conducción de aguas; ahora acabo de descubrir la entrada. Tengo miedo, pero, a pesar de todo, me adentro en ella. La gruta es oscura y profunda, con paredes rugosas por las que descienden grandes arañas blancas. Está llena de altibajos que yo procuro salvar, a oscuras, valiéndome de mi ingenio. Cuanto más avanzo, más la oscuridad me empequeñece y más me enturbia el cerebro. Palpando siempre unos objetos y unas figuras que yo presiento en las paredes, sigo caminando; mientras la gruta se estrecha, yo disminuyo de tamaño y mis ideas se acortan. Al final del camino, cuando la gruta ya sólo permite el paso de una pequeña conducción de agua, se me revela totalmente el problema de mi existencia. Asaltado por todos los temores, trato de salir, pero me es imposible. De repente, se presenta ante mí, a contraluz, un personaje, como quien va a liberarme, y abre los brazos, como quien va a abrazarme. Con esfuerzo, consigo alargar las manos, alzo la cabeza y me doy cuenta de que soy yo mismo.
La encuentro, de cuando en cuando -tan sugestiva en el recodo de la calle de en medio- y hablamos de nuestros paseos por los alrededores de la ermita y de los bellos parajes que sombrean con arboledas nuestros diálogos. ¡Qué conversaciones, Dios mío! Porque, al volver a medianoche del baile, me repite las mismas bromas, pero en sentido inverso. Ya me había pasado alguna otra vez que, después de hablar, ella intentaba repetir las palabras que me acababa de decir, pero con expresiones casi químericas. Por la noche, si pienso en lo que me ha sucedido durante el día, la recuerdo físicamente como si fuesen dos. A menudo, al evocar este hecho tan increíble, que ya siempre sucede cuando habla conmigo de cosas normales o fantasiosas, me hace vacilar y tengo el presentimiento de que en sus oídos soplan dos vientos distintos. Imagino una calle estrecha con un eco impreciso.
Un día, cuando estábamos hablando los dos, no hace mucho, compareció una muchacha que conducía un tándem, con decorados de la época, y nos invitó a acompañarla. Subimos los tres hasta el pie del pueblo, donde la recién llegada tenía su vivienda, una casa del más moderno estilo. Decidimos seguir la carretera que pasa justo detrás de la mansión y que se divide en diversas direcciones. Ellas eligen una, que nos lleva, entre pinares y cipreses, hacia fuentes abundosas y de bellos nombres. Al llegar a la entrada de un puente, me despido y, según mi talante, bajo orgulloso y corriendo hasta mi pueblo por el atajo, mientras ellas siguen la excursión prolongándola más. Ya casi estaba Regando a casa, cuando veo que ella sale de compras de un establecimiento. ¡Qué sorpresa.l Era ella, ella misma. Nos detenemos y nos distraemos recordando lo que habíamos visto cuando corríamos en el tándem. Pero me di cuenta de que el recuerdo que teníamos de la excursión, que habíamos hecho juntos y acompañados de la muchacha recién venida, no coincidía en todo. Se lo hice notar, sonrió, alzó los brazos, me abrazó y besé simultáneamente dos bocas.
Aun pueblo de mi comarca llegan noticias, casi quiméricas, que trataré de contar. Este pueblo no tiene una extensión que le haga superior a otras localidades de la misma región. Hoy me han contado un acontecimiento supremo y sin precedente. En la azotea más ancha de la casa más alta apareció un bulto gigantesco. El tiempo lo había ennegrecido y la visión de la protuberancia afectó a todo el vecindario. ¡Qué hecho más inesperado. Era un bulto rechoncho y a algunos les ha parecido ver en él una representación de la esfera terrestre. Veían allí montes, ríos, poblaciones, extrañas líneas divisorias de países históricos. La gente que se ha reunido para observarlo huye de pronto y se refugia en sus viviendas. Un miedo circundado de oscuridades hace que cierren puertas, balcones y ventanas. El pueblo ha quedado casi misteriosamente ausente. Ni un solo vecino se ha atrevido a salir de su refugio. Los más sabios recuerdan hechos antiguos y tratan de interpretar su significado. Los supersticiosos invocan a las potencias celestes. No es difícil describir la conturbación de los
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escépticos, que se las ingenian para buscar el origen de este portento. Pero a medianoche, el bulto, con sus prominencias, ha desaparecido.Los postigos de ventanas y balcones se han abierto de par en par, así como los portales de las casas. Los vecinos han salido confundidos de sus viviendas y, al dirigirse los unos a los otros para comentar el hecho, han advertido que se han quedado mudos. Familiares, parientes y amigos han sustituido la palabra que les faltaba y, con los brazos y las manos, han intentado crear signos nuevos, haciendo gestos de mal agüero. También las campanas han permanecido silenciosas.
Del fondo de una barracucha de las afueras ha salido, extraño, un hombre ignorado, barbudo y con calzones y chaqueta deshilachados. Se ha dado cuenta de lo que sucedía; ha ido diligentemente al campanario y ha tocado las campanas de la parroquia, del monasterio y de la capilla de Santa Alicia. El cielo, azul como nunca, ha abierto los corazones de los vecinos y éstos se han dado cuenta de que hablaban con claridad y naturalidad, según su costumbre, y exultaban de alegría. Hay quien canta, quien baila, quien se abraza, quien corre sin saber a dónde a, todo era bullicio.
Un investigador de aquel lugar ha subido al terrado en donde había aparecido aquel ingenio rechoncho. No había dejado ningún rastro. Sin embargo, he sabido, por algún recién llegado, que el bulto había pasado campos allá y había desaparecido detrás del boscaje que ornaba el pueblo vecino. Entre himnos y gritos de alegría han ido en masa al extremo del lugar de la desaparición de la abultada esfera. ¡Pero qué acontecimiento! En el suelo había, trazadas con letras gruesísimas, dos inscripciones. Decían: "Recordad que el mundo está lleno de maravillas" y "La verdad alea cielos arriba y la mentira nos adentra por laberintos subterráneos".
A los cazadores de mi pueblo les gusta a menudo hacer su salida deportiva, algunos de ellos con su perro, y conseguir cada cual su rastro y acertar de un disparo. Hoy domingo, después de haber asistido a la misa de alba, nos hemos congregado en la plaza mayor. Yo también he acudido, con la escopeta de mi padre. Muy decididos, hemos tomado el atajo que conduce a la parte del cerro que da los viñedos y a los llanos altos más conocido por nosotros. Éramos más numerosos que en otras salidas, y hemos acordado repartirnos a derecha e izquierda de la loma que domina el camino real. Todos espetábamos una gran cacería, pero, al decidimos unos y otros a disparar a caza vista, nos ha sorprendido que los tiros no hiciesen ruido y que no acertásemos pieza alguna. Los dos grupos nos hemos reunido para discutir sobre un hecho tan insólito. Alzando las armas, hemos disparado sin objetivo: tampoco se han oído los disparos. El silencio era angustioso. Los cazadores corrían de aquí para allá, mientras probaban de nuevo a descargar el arma. Inútilmente. Presas de un anhelo instintivo, nos hemos desperdigado y hemos intentado disparar a diestro y siniestro. Nada, la quietud recordaba la de los grandes desiertos. Sin decírnoslo, nos hemos dispersado, reservados y mudos, más allá de las viñas y del boscaje. Hemos sido cuatro los que nos hemos detenido al final de un llano. Hemos disparado de nuevo: era un hecho que los cartuchos no se disparaban y que no se veía ningún animal de pelo ni de pluma. Hemos tratado de reunirnos con los otros: habían desaparecido. No se oían voces ni ladridos. Entonces, cabizbajos y con pie indeciso, hemos bajado al pueblo. Hemos contado el suceso: no lo han creído, pero los cazadores no volvían, como si se hubieran perdido en medio de una gran niebla. Delante del espantado vecindario hemos probado sin ánimo las escopetas. A pesar de su temor, los hombres y las mujeres más audaces se han dirigido al lugar en donde se habían reunido los cazadores. Ha sido inútil: se habían desvanecido. Los cuatro, que, fugitivos, proyectábamos la búsqueda -que éramos los menos atraídos pro el oficio de cazador- hemos abandonado el arma. Cada uno por nuestra cuenta, conocedores del país en llano y montaña, hemos comenzado la exploración. La quietud y el pánico están en todas partes. Quien iba al robledal, quien a las viñas, quien a los torrentes con tremedales y manchas de musgo.
Han pasado horas durante las que, a pleno sol, sombras inesperadas ocultaban senderos y pedregales. Uno de los cuatro que nos habíamos quedado ha llegado apresuramente a decirnos que, en el fondo del roquedal, donde se hunden las aguas de un arroyuelo, había descubierto tres figuras de piedra que se parecían a tres de los cazadores desaparecidos. Los del pueblo se han impresionado. Los más incrédulos tildaban de fantasioso a mi compañero. A pesar de la insistencia del descubridor de aquellos personajes pétreos, nadie se ha atrevido a ir allí. He sido yo quien, confiando en el descubrimiento de mi compañero, he ido al lugar de la aparición de los tres cazadores petrificados. Existían. De regreso, se lo he hecho saber a los que me escuchaban. Algunos me han acompañado allí otra vez y han confirmado el hecho. Al darnos la vuelta, casi a ojos cerrados, hemos descubierto a nuestros pies un águila real muerta. La sangre, que se escurría en direcciones diversas, dibujaba figuras -indescifrables para nosotros.
Nuestras dos escopetas estaban en el suelo, envejecidas y oxidadas.
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