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Los escritores de la generación de los cincuenta dudan en Granada de su existencia

Los miembros de la generación literaria de los cincuenta no supieron decir en el encuentro dedicado a ella en Granada hasta el pasado fin de semana si su grupo existió o fue un invento de algún ingenioso crítico o de un doctorado de cierta facultad universitaria. Juan García Hortelano, al que se le achaca buena parte de la clasificación, se mostró muy cauto e incluso afirmó que todo era fruto "de la necesidad de aprender literatura y aprenderla por obligación es decir, "un invento didáctico".

En mitad del fárrago de intervenciones en un sentido u otro, Juan Marsé terció que, al menos, las características más gozosas que identifican a todos ellos son "la ginebra y las putas". Entre las carcajadas del público, mayoritariamente joven, que seguía las intervenciones, ésta fue la definición mejor recibida, con menos recelos, entre los escritores de la generación de los cincuenta. Las fotografías inmensas de Francesc Catalá Roca y los libros, manuscritos y objetos personales de los escritores esparcidos por las mesas fueron el marco en el que se desarrolló este encuentro, bajo el lema Palabras para un tiempo de silencio. Los propios autores aportaron el material.Excepto a Carlos Barral -alma de todos ellos, editor y memorialista de una generación que ahora duda sobre su existencia-, que siempre aparecía barbado con un corte idéntico, al resto de los escritores costaba reconocerlos entre las fotos juveniles. Jóvenes estudiantes examinaban detenidamente las fotograrias y luego buscaban uno similar, más avejentado o dolorido, entre los circunstantes.

La idea de los organizadores fue la de rescatar a una generación velada por el oscurantismo intelectual y político de la época. Y, aunque en ocasiones cometiendo erratas, el público que siguió el encuentro consiguió rescatarlos e incluso tomarlos para sí, pedirles autógrafos y conversar. De este modo se demostró que entre dos épocas de fastos y gloria, la República Española y las generaciones actuales, hubo otra generación, al menos en su sentido temporal y sucesivo, que trajo novelas y poemas mediante un lenguaje de ruptura contrario a las pautas de la cultura oficial.

Frente a la disquisición de si hubo o no grupo literario en sí, lo que quedó claro, como dijo Armando López Salinas, es que "entre nosotros existió un nexo de unión, la aventura de la libertad en nuestro país".

En la exposición bibliográfica quedó constancia de las cartas enviadas entre ellos, de las cordiales dedicatorias de primeros libros o de las tarjetas con un saludo urgente. También, y no se puede decir que al margen, estaban esparcidos aquellos esperpénticos telegramas donde se anunciaba el paso por la censura de tal o cual obra. O de atentas misivas del editor anunciando tantos cortes necesarios para la publicación, casi todos por motivos morales. Esto es, una rara colección de documentos en los que la solidaridad se alza por encima de la cortapisa, y el abrazo sobre la censura.

Para José Manuel Caballero Bonald, "el intento de hacer de la cultura un arma política fue uno de los ingredientes más importantes de la generación de los cincuenta". A pesar de todo, poetas y narradores no se quedaron en la furibundez del panfleto ni en el rabioso realismo social. Los documentos gráficos de Catalá Roca -personajes tocados con boina, los repatriados de la División Azul, toreros en tarde triunfal, desfiles oficiales o de Semana Santa- han revivido un clima que para los más jóvenes pertenece a los abuelos.

Este envejecimiento, mostrado a través de documentos sucesivos, ha asustado a alguno de los escritores, nacidos durante los años treinta. A Fernado Quiñones el homenaje le ha recordado que todos los amigos, incluido él mismo, se están poniendo viejos. Quizá para remediarlo, el escritor gaditano gustó de esperar a la muchachada emboscado en un panel donde aparecían unas fotografias suyas en las que no cuenta más de cinco o seis años.

"Muchachas, ése soy yo", señalaba complacido. Las jóvenes miraban al niño de pelo sedoso, analizaban su gesto sereno y luego miraban el rostro picarón y satisfecho del escritor. Tras un momento. de silencio, estallaban en una carcajada franca y libre.

Una forma, acaso la más simpática, de reconocer a un escritor en nombre de una generación, a una generación personificada en alguno de sus miembros. Aquellos desconocidos de la generación de los cincuenta son hoy estas personas complacientes a los que escucha un corro nutrido de gente nueva, llegada a un mundo donde se estila la libertad. Ésta fue la sensación que vivieron en Granada los escritores que formaron una generación que se resiste a ser historia.

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