El autor sale de un viaje largo
La muerte de Tovar ha irrumpido como una dura, apenas inteligible noticia, en ese espacio de inesperanza que rodea la vida. De pronto, sabemos que lo posible, lo pendiente, se ha realizado y que ya no podremos conversar con él enlazados en un tiempo compartido. Por ello quiero evocar algún recuerdo único, vivido en algún hermoso y fugaz tiempo de nuestros pocos pero entrañables encuentros. Una evocación en la que quisiera destacar, no la poderosa capacidad de su mente, sino ese fuego que incendiaba de pasión todas sus obras y que, como el de Heráclito, tomaba formas distintas hasta extinguirse, a veces, en la ironía.Era el principio de los años cincuenta. Unos cuantos estudiantes habíamos sido invitados a participar en un curso de la universidad de Santander a la que, como profesor, asistiría Tovar. Fue precisamente su presencia lo que me hizo aceptar la invitación, No le conocía; pero ya entonces había manejado su edición de la Antígona y leído con entusiasmo la Vida de Sócrates. Tenía curiosidad por saber qué hombre se ocultaba detrás de aquellas páginas. Tenía necesidad de disipar no se qué extraña nube política que entre los progres de entonces soplaba algún malévolo alicorto. Nuestro encuentro, como no podía por menos, fue griego; pero no de manos de la filología, sino en las alas de las Musas. La tarde de mi llegada oí un piano en uno de aquellos salones. Creo que era una sonata de Beethoven. Entré. Al piano, un hombre joven interpretaba la partitura abierta ante sus ojos. No sé si casualmente habría visto alguna vez una fotografía de Tovar. El caso es que no le reconocí, y pensé que sería algún concertista que ensayaba para aquellas veladas musicales. Quedé de pie, a su lado, hasta que concluyó. Me preguntó si me gustaba. Ante mi respuesta se animó y tomando la partitura de las Danzas de Granados, se puso también a interpretarlas magistralmente. Me invitó después a un café. Mi curiosidad adolescente me empujaba a saber quién era aquel pianista. "A mí también me gusta la música", me dijo, "pero no, no soy pianista, mi profesión, si se puede hablar así, es un poco más aburrida; creo que soy filósofo". No sé bien por qué, pero no podía imaginar que aquel hombre fuera Tovar. Sólo muy tímidamente me atrevía preguntar. Cuando sonó ese nombre en sus labios, tampoco sé muy bien por qué percibí como un aire, como un vendaval fuerte y limpio que se llevaba el último resto de aquella nube gris que alguien ponía siempre sobre nuestras cabezas al hablar de Tovar. Desde entonces, no admití jamás la más mínima referencia a esos turbios nublados, que solían estar más bien en las mentes de quienes los conjuraban, y desde entonces Tovar ha sido una de las personas que más he admirado y querido.
El otro recuerdo es más reciente. En el año 1963, Hans Georg Gadamer, el gran filósofo y catedrático de Heidelberg, vino a dar una conferencia a Lisboa. Me escribió que quería regresar por Salamanca y conocer a Tovar. Allí nos juntamos los tres y pasamos varios días inolvidables. Tovar nos ilustraba aquellas piedras; nos contaba anécdotas e historias de la universidad y, de cuando en cuando, sin querer, brotaba una misma queja ante la miseria de nuestras instituciones docentes, "por qué esta belleza, esta biblioteca, estas aulas cargadas de historia no son hoy Oxford, Cambridge o Tubinga si lo tenían todo para haberlo sido". Necesitaría más espacio para recordar las certeras respuestas que, entre Gadamer y Tovar, se entrecruzaban. Algo de ello quedó plasmado en muchos de los escritos de Tovar, concretamente, en su libro Universidad y cultura de masas, ensayo sobre el porvenir de España. Pero creo ser fiel a su memoria si releyendo sus páginas, y recordando nuestras conversaciones, pienso que en momentos como los qué hoy vive la universidad, habría que tener la osadía que él siempre tuvo, para decir lo que de verdad se piensa. La universidad puede masificarse con la cantidad de los alumnos; pero jamás masificarse por la cantidad y baja calidad de sus docentes. Hay departamentos universitarios que tienen hoy diez veces más profesores que los correspondientes de Berlín o Hamburgo. Profesores, claro, es un decir; más bien impartidores de apuntes y de asignaturas. Los últimos decretos ministeriales han permitido, entre idoneidades y oposiciones light, estabilizar en la universidad a algunos profesores valiosos. Sin embargo, el posible anquilosamiento del viejo centralismo, en una institucion universitaria deteriorada y decimonónica, ha dado paso a la picaresca más triste -departamentos que avisan a posibles candidatos para que no se presenten a competir con el oriundo de turno; perfiles de plazas grotescos, para que sólo puedan cobijar al mediocre predilecto, etcétera. La mona vestida de seda autónomíca, ni siquiera se queda ya en mona; se convierte en momia. Hace ya un par de decenios había escrito Tovar: "Viendo este país uno se siente revolucionario otra vez, y si no cambiamos mucho de lo malo de España en dos años, mejor es no cambiar nada, y dejar esto para un Tibet típico y con muchos lamas".
En el prólogo a sus Ensayos y peregrinaciones, firmado en la estación de Medina del Campo, en abril de 1960, escribe Tovar: "El autor sale de un valle triste y largo. No mira atrás y siente en el rostro el aire frío y áspero del alba, mientras emprende el descenso". En este momento en que su camino ha llegado al final, los que le recordamos -hermosa forma de inmortalidad- sentimos esas palabras como un acicate. La melancolía emanada de ese prólogo nos sirve para que no nos queden únicamente las palabras.
Babelia
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