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Crítica:ÓPERA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El Liceo cabalga de nuevo

El Boris Godunov estrenado el sábado en el Liceo merece pasar al cuadro de honor de este teatro por muchas y muy variadas razones. Pero permítasenos señalar de buenas a primeras la que consideramos principal, antes de entrar en detalles: el conjunto funciona sin fisuras a lo largo de casi cuatro horas de espectáculo. Puede decirse que el Liceo cabalga de nuevo.Si en Wagner -autor al que hay que volver invariablemente cuando se alude a obras king size- tal característica es conditio sine qua non para degustar las auténticas esencias germánicas, en Mussorgski pasa a ser un auténtico logro que supera, uno tras otro, escollos de primera magnitud: falta de coherencia dramática, guión incierto, nacido de los libros de historia tanto como de la literatura (de la Historia del reino de Rusia, de Nikolai Karamazin, hasta el libreto del Boris de Mussorgski, pasando por la Comedia de la desolación del Estado moscovita, de Flushkin, median los abismos que separan tres géneros: la historiografía, el teatro, y la ópera), constantes cambios de escena nada fáciles de resolver, orquestación comprometida, juzgada por muchos defectuosa y una y otra vez sometida a revisiones que nos han alejado de un cuasi mítico original, etcétera.

Boris Godunov, de Modest Mussorgski

Principales intérpretes: Matti Salminen, Sven Olof Eliasson, Paul Plishka, Peter Lindroos, Ruza Baldani, Dimiter Petkov. Orquesta y coro del Gran Teatro M Liceo, dirigidos por Woldemar Nelsson. Producción y dirección escénica: Piero Faggioni. Decorados: La Fenice de Venecia. Vestuario: ópera de Zurich. Gran Teatro del Liceo, 7 de diciembre.

Inteligente batuta

Motivos todos ellos más que suficientes para que la pérdida de unidad de las partes pueda merecer el indulto crítico. Pues bien, en el Liceo se ha dado un decidido esfuerzo para superarla y el objetivo ha sido plenamente alcanzado.Dicho lo cual, vayamos en busca de los artífices de tan brillante resultado. Empecemos por abajo, que es por donde empiezan siempre las razones de los éxitos operísticos: la orquesta del teatro dio una vez más sólidos argumentos para hablar de ella en los mejores términos. Al frente tuvo una apasionada y, no obstante, siempre inteligente y equilibrada batuta, en el soviético Woldemar Nelsson.

Nelsson afrontó la dureza de la partitura -tal fue el juicio que mereció la música de Mussorgski por parte de sus correligionario s del Grupo de los Cinco- con rigor enconnable: supo ser deshinibido en el acto polaco (el tercero), que exige una perspicaz ironía mixta de seducción frente a la música culta europea; y fue ruso hasta la médula moviéndose entre el infantilismo de determinados pasajes, como el inicio del segundo acto (con las canciones del mosquito y del papagayo y el juego del kliost) y el dramatismo de toda la historia que tan bien resume la última intervención del Inocente, lamentándose de los muchos males que aquejan a su pueblo y de las pocas soluciones a mano. Desde las tablas Nelsson y la orquesta tuvieron una respuesta extraordinaria. Situemos de nuevo el elemento colectivo en primer lugar y digamos que el coro, una noche más, estuvo brillante, superando la dificultad de un texto que sonaba a ruso para sus intérpretes. Y no sólo estuvo bien vocalmente, sino también en sus movimientos escénicos, como constante presencia en una obra que es esencialmente coral. El Boris del finlandés Natti Salminen dio la grandeza del papel con decidido aplomo: es un bajo de auténtico armario torácico.

A destacar la actuación de la mezzo yugoslava Ruza Baldani, inteligente intérprete de las ambiciones de la bella Marina Mniszeck de Sandomir. En el tenor, también finlandés, Peter Lindroos, que encarnó al falso Dimitri, tuvo un buen contrapunto en la escena de la fuente. De grandes vuelos también el Pimen del norteamericano Paul Pfishka, el Varlaam de Dimiter Petkov y el príncipe Shuiski del tenor Sven Olof Eliasson.

La producción y dirección escénicas llevan el sello inconfundible de Piero Faggioni, de quien, la pasada temporada, pudimos admirar el Otello de Plácido Domingo. Conviene aquí hacer un punto y aparte y meterse a reflexionar, puesto que la escena fue máxima responsable de ese carácter unitario que elogiábamos al principio de la crónica.

Faggioni, junto a Semkov, sentó escuela con el Boris que presentó en el teatro La Fenice de Venecia en 1972.

El pueblo aparece como motor de la historia: a él se deben, parece indicar Faggioni, los cambios que se producen en la escena. únicamente en el tercer acto las masas no intervienen en los cambios porque no participan de un mundo que no les pertenece y porque la muerte es siempre un enfrentamiento en solitario. Planteamiento que restituye valor histórico a una generación que puso las bases para futuros desarrollos.

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