La cuesta de Moyano
El ceño adusto, encaramado a su modesto pedestal, don Claudio Moyano, que fuera ministro de Instrucción Pública con el Gobierno Narváez, observa, de espaldas a su cuesta, cómo se desmonta, sin prisas, pero sin pausas, el plomizo scalextric. Rígido moralista con visos de inquisidor, don Claudio fue, hasta su reposición en estos lugares, utilizado impunemente como poste de una portería improvisada en un campo de fútbol colegial, pero los balonazos desviados por su rotunda cabeza no han dañado su cerebro de bronce.La cuesta de Moyano no tiene casas, sino casetas, adosadas a los muros del Botánico, humildes y grises chiringuitos dedicados a la venta de libros de ocasión.
En este mar revuelto de todas las culturas de segunda mano bucean, sobre todo los domingos por la mañana:, pescadores de perlas extravagantes, saldos imprevistos y gangas de las más variadas procedencias. Naufragio de bibliotecas, pudridero donde yacen hermanados manuales de contabilidad y odas de exacerbado lirismo, revistas pornográficas y catecismos, unidos por un precio común, alineados igualitariamente por la ley de la oferta y la demanda.
Los heroicos libreros de Moyano siempre tuvieron en sus abarrotadas trastiendas acogedores zulos para la letra clandestina y proveyeron bajo cuerda a los ávidos súbditos de la última dictadura, sometidos al feroz racionamiento cultural del franquismo.
De un día para otro, la rúbrica feroz de Fraga enviaba a las tinieblas interiores de la trastienda cientos de ejemplares que se habían colado subrepticiamente en el mercado editorial, aprovechando una fisura en el muro de la vergüenza nacional.
Eran días de espectacular trasiego, de búsquedas apasionadas y mudanzas subrepticias. Para localizar a un enemigo del estricto régimen le bastaba entonces al policía de turno con echar una ojeada a los anaqueles de su biblioteca y señalar acusadoramente las obras de Marx-Engels, peligrosísimo híbrido, Frankenstein doméstico, dos en uno, retrato robot urdido por la patriótica ignorancia de los servidores de la ley.
Desvencijadas cabañas
Pero no sólo los políticos hallaban en aquel maremágnum sus tesoros; los libreros de Moyano saldaban insólitas traducciones latinoamericanas de obras maestras de la ciencia-ficción, la novela negra o el budismo zen, y paliaban de alguna forma las innumerables lagunas de nuestro panorama cultural, desolado páramo en el que los escasos brotes de libertad eran cuidadosamente podados.
Este mercado indefinidamente provisional de los libros sobrevivió a la transición sin grandes cambios; siguieron los libreros con sus guardapolvos en sus desvencijadas cabañas y en pocos años liquidaron a precio de saldo las devaluadas joyas de clandestinidad, arrojando a Marx-Engels desde las alturas del ránking a la fosa común del batiburrillo uniprecio.
Con los vientos de la necesaria remoción urbanística, algún iconoclasta sin sentimientos ha hablado de derribar las viejas casetas para construir edificaciones más dignas, e incluso de cambiar su ubicación actual. No se realizará tal proyecto sin la oposición de los adictos a este empinado viaje dominical, seres cuyo único ejercicio es escalar la cima de la cuesta y llegar hasta los parterres del Retiro.
En otros tiempos, este paseo fue refugio de peripatéticas, prolongación discreta de los escaparates del Prado, enclave de amores mercenarios que consumaban su antiguo intercambio bajo las espesas frondas circundantes ante la escandalizada y severa pupila de don Claudio, condenado por pura justicia poética a encontrarse finalmente rodeado de putas y conspiradores de librería. Por eso da la espalda, en un gesto postrero, el prócer severísimo a sus posesiones.
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