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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El integrismo islámico y el petróleo

La inutilización parcial de la terminal petrolífera iraní de la isla de Yarg, la crisis del precio de los crudos de la OPEP y la campaña de los grupos integristas contra la política del jeque Yamani, inexplicablemente inadvertida por la mayoría de los medios de información occidentales, plantea de nuevo el problema del petróleo de los países islámicos.Cuenta una vieja tradición arábiga que Allah fue sembrando de estrellas el firmamento, al pasar sobre la Península Arábiga se le abrió el saco: por eso en el cielo de Arabia parecen más brillantes las estrellas. Pero también se le fue la mano en la arena de los desiertos. Para compensarla, y como señal de predilección para con sus pueblos, bajo los arenales se esconden las mayores reservas petrolíferas del mundo.

El conflicto árabe-israelí dio ocasión a los integristas islámicos (teniendo el castizo término integrista me resisto al anglicismo fundamentalista) para pensar en una utilización política del petróleo. Es cierto que Mosadeq, el viejo político iraní, ya había postulado y ejecutado en parte una nacionalización de los recursos petrolíferos de su país; pero la política del partido Tudeh estaba muy lejos de la ideología integrista y más cercana del socialismo técnico y de la aproximación al bloque de los países del Este.

Un embargo tímido

El tímido embargo de las exportaciones de petróleo y el aumento del precio de los crudos, que dieron origen a la crisis de 1973, fue un intento de contentar a la vez al fermento integrista, de presionar a los países que ayudaban o toleraban al Estado de Israel y de incrementar vertiginosamente los planes de desarrollo de los países productores de petróleo. Respecto al primer propósito, resultó parcialmente fallido: las presiones sobre Israel fueron mínimas, y el integrismo, lejos de apaciguarse, empezó a crecer; el último triunfó plenamente. El Irán del sha, Iraq, los Estados del Golfo, Arabia Saudí, Libia, y fuera del mundo islámico, Nigeria, México y Venezuela, continuaron o emprendieron ambiciosos planes de desarrollo, en algunos casos rayanos con la megalomanía, y en puridad económica de dudosa rentabilidad. Autopistas por regiones desérticas, costosísimos regadíos, transporte de agua potable obtenida por desalinización a centenares de kilómetros de distancia y cantidades fabulosas para misiones religiosas, no ya en países de más fácil conversión (África negra), sino en Estados occidentales con un número muy reducido de fieles. Alguna zona de regadío que he visitado, establecida en lugar que antes era desierto y ahora vergel, podía ser una maravilla, pero el coste de cada hectárea de terreno y el ajuar de cada colono (casa, animales, tractor, camioneta, automóvil y televisión) hubieran puesto el precio real de cada litro de leche en una decena de dólares, y el del quintal de alfalfa u otra forrajera, en más de un centenar.

Material bélico

Pero lo más grave de estos planes fue que, de un lado, aumentaron el fervor integrista, y de otro, condujeron al principio de o crece o muere. Las compras de material bélico se multiplicaron, duplicando y hasta decuplicando en algún caso, al número real de personas que podían utilizarlo, aparte del inevitable proceso de envejecimiento. En algún lugar el conductor del vehículo que me conducía lo consideraba usado porque acababa de superar los 15.000 kilómetros. En otros lugares era más fácil y económico comprar un coche nuevo que reparar el averiado. Y en busca del agua, entonces en algunos sitios más cara que la gasolina, ni el hielo de los casquetes polares se vio libre de complicados proyectos.

Sin embargo, el aumento del precio de los crudos tenía un límite, previsible: el de otras fuentes de energía convertidas en rentables por la subida de los crudos, y el de los cambios tecnológicos posibles en los países más desarrollados. Así, pues, los precios acabaron estabilizados, y la producción, disminuida; los ingresos se redujeron, y hubo que abandonar, ralentizar o posponer numerosos proyectos. Más aún: entre la baja del precio del barril, la inflación acaecida desde 1973 hasta hoy, los intereses de los créditos y el mantenimiento de las costosísimas obras se ha igualado, y en algunos casos superado, la subida iniciada en 1973.

El desarrollo interno de los países árabe-islámicos petrolíferos posterior a 1973 tuvo una extraordinaria influencia, como todo proceso de desarrollo, en la creación de una burguesía artesana y comercial, que cualquier hombre de negocios, empresario, turista o periodista, podía ver en Kuwait, Abu Dabi, Dubai, Riad, etcétera. El integrismo, que ya aparecía en algunas universidades, ha hecho presa en esa masa, que empieza a no poder fabricar mucho, y a vender menos manufacturas, recuerdos y sobre todo productos de Corea, Hong Hong, Japón y Taiwan a precios tentadores. La política estabilizadora de precios y cantidades del jeque Yamani, ni ha sido respetado por algunos países, ni ha sido del gusto de los mercados, bazares o zocos, incluso dentro de su propia patria. Y conviene recordar que los bazares iraníes tuvieron su buena parte en la tajada de los movimientos que acabaron con el régimen del sha Reza Pahlevi. La guerra entre Iraq e Irán y el permanente cáncer del conflicto árabe-israelí hacen más peligrosa la situación.

Ola de desestabilización

Un eminente economista me decía no hace mucho que el precio realmente competitivo del crudo de la OPEP puede calcularse en 18 dólares barril, lo que haría abandonar otras fuentes de energía o clausurar yacimientos sólo rentables con precios forzosamente altos. Pero, ¿se podrían costear entonces los actuales conflictos bélicos, las ayudas a terceros países y aun las infraestructuras propias? El integrismo encontraría nuevos terrenos propicios a sus principios, y una gigantesca ola de desestabilización social sacudiría al mundo islámico. Acaso sea por esto por lo que tan pocas noticias se han filtrado de este problema (cubierto por el ruido de los conflictos de Iraq e Irán, de Líbano y de Israel) y en especial de las amenazas contra la política y la persona del jeque Yamani.

Miguel Cruz Hernández es catedrático en la universidad Autónoma de Madrid.

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