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Tribuna:A LOS OCHO AÑOS DEL RESTABLECIMIENTO DE LA GENERALITAT CATALANA
Tribuna
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La aportación de los juristas al Estado autonómico /1

Hace unas semanas se han cumplido ocho años desde el restablecimiento provisional de la Generalitat de Cataluña (real decreto-ley de 29 de septiembre de 1977). Lo que al principio era sólo un eslogan político, un mero grito combativo ("libertad, amnistía y estatuto de autonomía") lanzado contra las viejas estructuras del Estado franquista, ha cristalizado en un Estado de nuevo cuño y de signo compuesto, pacíficamente aceptado, cuyos conflictos intemos se sustancian de forma igualmente pacífica cada vez con menor estruendo o incluso sin estruendo alguno, a través unas veces de vías negociables y otras de procesos jurisdiccionales, cuyas sentencias son acatadas sin protestas por las partes. En ambos casos, a la actitud de réto, crispación y enfrentanúento de la primera hora ha sucedido finalmente el diálogo político y jurídico, es decir, la paz civil.El resultado no ha podido ser más espectatular si se piensa en la trascendencia y complejidad de la tarea de sustituir un Estado-nación, unitario y centralizado, varias veces secular, por un Estado compuesto, de estructura plural, sobre cuyo funcionamiento no teníamos los españoles más conocimientos que los escasos y, desgraciadarnente, nada brillantes de la corta y frustrada experiencia de la II República. A ello hay que unir todavía las dificultades inherentes al momento histórico en el que la operación ha debido afrontarse, en medio de una crisis universal que ha puesto en cuestión todos y cada uno de los saberes acerca de la institución estatal que antes de ella teníamos por firmes.

¿Cómo hemos podido superar en sólo ocho años tantas dificultades? Desde luego, gracias a la capacidad demostrada por las fuerzas políticas para ajustar sus comportamientos al proceso evolutivo en marcha. Más allá de los errores y tropiezos que hayan podido producirse, desde una perspectiva más general, es obligado reconocer que en los protagonistas de la escena política ha terminado por imponerse un cierto sentido de Estado sin el cual no hubiera podido culminarse el proceso.

La prudencia y el tino con que el Tribunal Constitucional ha acertado a jugar su difícil papel de "intérprete supremo de la Constitución" han sido también decisivos. El ciudadano tiene de ello pruebas evidentes, dada la resonancia que las decisiones del alto tribunal tienen en los mediosde comunicación social. Pienso, sin embargo, que ni lo uno ni lo otro se hubieran producido en la misma medida de no haber sido por el concurso que a la tarea de la construcción del Estado de las autonomías ha prestado la doctrina científica, los juristas universitarios, que de forma enteramente espontánea se lanzaron con entusiasmo a escudriñar desde el primer momento los horizontes teóricos del Estado federal. Su obra colectiva no ha trascendido nunca al gran público, pero ha sido, sin duda, fundamental porque ha contribuido a llenar el pavoroso vacío en el que tuvo que moverse en un primer momento el texto constitucional en este punto concreto.

En 1977, los demócratas españoles no teníamos otro bagaje para enfrentarnos a la ingente tarea de la reconstrucción del Estado que una profunda convicción acerca del sentido general que había de orientarla. Muchos de nosotros sabíamos, desde luego, por razón del oficio, que democracia y descentralización no son conceptos necesariamente correlativos, pero sabíamos también que 40 años de régimen político autoritario, rabiosamente centralista, habían terminado por identificar en la conciencia de las gentes autoritarismo y centralización y que la identificación de ambos conceptos tenía que arrastrar inevitablemente la de sus contrarios. La restauración democrática tenía que adoptar por ello Un signo descentralizador y tenía que hacerlo ya, sin demoras ni excusas de ningún tipo, que la demanda política no admitía en absoluto.

El título 8º

A esa intención respondió el tan denostado título 8º de la Constitución, que en aquel momento no podría aportar otra cosa que la afirmación de un principio estructural (el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones) y un cuadro genérico suficientemente flexible como para permitir que encajaran en él demandas concre tas de muy diferente grado de intensidad. Cualquier otra precisión hubiera sido en aquel momento, no ya inoportuna, sino sencillamente imposible porque nos faltaba a todos la experiencia histórica necesaria y no nos había dado tiempo a elaborar tampoco la imprescindible doctrina política. Resultó así un título impreciso y ambiguo, carente de soluciones técnicas claras para los problemas que de forma inmediata habría de plantear la nueva estructura, en el que todo el mundo encontraba interrogantes múltiples y ninguna respuesta satisfactoria.

Raúl Morodo es catedrático de Derecho Constitucional

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