Arrogancia francesa
LA ARROGANCIA con que Francia reclama la devolución de los dos agentes especiales condenados en firme en Nueva Zelanda por la voladura, con homicidio, del barco ecologista Rainbow Warrior muestra una vez más una pérdida de sentido de la ética en la política internacional. Los agentes cometieron un acto de terrorismo de Estado, y Francia terminó aceptando su culpabilidad y procediendo a una depuración en la cúpula del espionaje: no puede negar ahora a un país soberano el derecho a juzgar, condenar y mantener en prisión a los culpables del delito.El 10 de junio se cometió en un puerto de Nueva Zelanda un atentado contra el barco de la organización ecologista Greenpeace, que intentaba interponerse en las experiencias nucleares francesas en el atolón de Mururoa (la última parece haberse producido el lunes 25, según registran los sismólogos neozelandeses). La elección de puerto no era casual: Nueva Zelanda se opone a todas las pruebas nucleares, como lo hacen generalmente todos los países del Pacífico en una inmensa zona donde todavía pesa la tragedia de Hiroshima y Nagasaki y los largos años de radiactividad. El barco fue atacado en ese amparo, y resultó muerto uno de sus pasajeros: un fotógrafo. Se apuntó a Francia inmediatamente como culpable, pero París negó. Nueva Zelanda detuvo a dos sospechosos franceses que resultaron ser el comandante Alain Mafart y la capitana Dominique Prieur. Francia siguió negando durante dos meses y medio, pero acuciada por la presión internacional y por la interior terminó admitiendo los hechos y el primer ministro Fabius procedió a una depuración. Con ella fue destituido el ministro de Defensa, Hernu, y el jefe del espionaje, almirante Lacoste, y se anunció una extensa reorganización de los servicios. El presidente Mitterrand y el propio Fabius quedaron a salvo, pero sin la seguridad pública de que no conocieran y aprobaran previamente la operación de terrorismo de Estado. Fabius declaró entonces que los agentes actuaron "animados por lo que creyeron que es el interés de su país", frase que podría haberse aplicado enteramente a las SS nazis durante la II Guerra Mundial. Ciertamente, en el tribunal de Nuremberg y por insistencia de Francia, entre otras naciones vencedoras, quedó establecido que la comisión de delitos por órdenes recibidas o basada en el supuesto interés nacional no puede ser causa de exculpación.
Sin embargo, ésta es ahora la misma razón que el nuevo ministro de Defensa, Paul Quilés -que así resulta continuador del destituido Hernu-, y el propio Fabius alegan para reclamar que les sean devueltos aquellos franceses a los que el Alto Tribunal de Justicia de Auckland ha reconocido culpables -no del hecho material, pero sí de su organización, preparación y orden de ejecución- y los ha condenado a 10 años de prisión firme. Nueva Zelanda no admite, sin embargo, ninguna de las presiones que se han ejercido para ello. "No vamos a vender a los prisioneros", ha dicho el primer ministro, David Lange, ante la oferta francesa de pagar una fianza por su libertad condicional.
Con su firmeza, Nueva Zelanda apoya dos puntos fundamentales de la política internacional contemporánea: uno, la oposición a los ensayos nucleares de cualquier tipo (Francia no se ha adherido a los tratados internacionales en ese sentido), y otro, que el terrorismo no puede alegar razones de Estado para ejercerse en países extranjeros. Un recordatorio oportuno en un momento en el que se están buscando nuevas formas de moral que amparen esas extorsiones internacionales. En estas circunstancias es obvio que Francia habría hecho mejor guardando un silencio contrito, completando así la tarea de reparación que empezó con la destitución de los altos culpables. Y que debería haber culminado con un juicio sin paliativos.
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