La muchacha que bailó con Travolta
COMO VIEJOS aficionados al psicoanálisis, los ciudadanos de Estados Unidos se preguntan qué misterioso impulso les ha llevado al fervor excepcional por los príncipes de Gales. Su respuesta es, más o menos, ésta: lo que pasa tiene relación con una búsqueda de las propias raíces, una sed de tradición y una nostalgia de la corona. Habría que añadir también que en ello va incluida una nostalgia de Europa que los componentes de este fructífero melting pot arrastran de generación en generación. Horadando el pasado, se podría suponer que la Declaración de Independencia y la Constitución presuponían ya una república monárquica: la institución de un presidente soberano, reinante no a la manera actual europea -la de las monarquías republicanas, sin poderes efectivos, que los propios príncipes visitantes representan y desempeñarán en el futuro-, sino a la pasada, aunque sabiamente limitada por los períodos legislativos. La escultura de las cabezas de los presidentes en las Montañas Rocosas hace de ellos personajes coronados, casi imperiales.Los príncipes de Gales son, sobre todo, una imagen, que es lo que se busca en estos casos. Una imagen perfecta. Hay princesas europeas un poco escandalosas, con tendencia a la exhibición y con vocaciones demasiado humanas que no pueden cumplir con las exigencias de este rito. No sirven y, a fin de cuentas, el glamour es un poco vulgar. En cambio, lady Di tiene una encantadora modestia. Puede ser la muchacha que bailó con Travolta precisamente un sábado por la noche, con un rubor radiante, como si fuese el sueño de su vida, y hasta tener un esposo que lo explica muy bien -"hubiera sido una idiota si no se hubiera divertido bailando con él"-; pero también es la esposa sumisa y antigua que se sienta unos pasos detrás del marido en una conferencia de prensa y no abre la boca para nada. Valores profundos, según dicen. El príncipe Carlos, a su vez, mantiene una tradición que siempre acompañó a los príncipes de Gales: una cierta libertad callejera, alguna ruptura de protocolo, unas preocupaciones por las clases humildes; hubo un príncipe de Gales que de tal forma interpretó su papel de independencia que luego no pudo acostumbrarse a ser rey y se volvió duque de Windsor.
El pueblo británico finge una cierta preocupación por estas modestas libertades que se toma su futuro heredero, pero eso también forma parte de la tradición. La pareja tiene una vida pública distinguida y laboriosa, sus pequeñas transgresiones son sencillas -hace un par de semanas, la discusión que produjeron en todos los canales de la televisión británica y en la Prensa, con intervención de especialistas, consistía en la forma y la ocasión en que la princesa se puso una diadema- y su vida privada se mantiene encastillada y secreta, probablemente aburrida -como debe ser- y sin más objetivo que llegar a una corona donde seguirán siendo personajes alegóricos.
Puede ser todo esto lo que ha fascinado a Washington -y, por extensión, a Estados Unidos- hasta convertir en acontecimiento verdaderamente extraordinario lo que no tenía razones para serlo. La noche en la Casa Blanca ha sido considerada como histórica. Y todos los invitados habían recibido un briefing, una especie de cursillo rápido, sobre lo que debían y no debían decir. Por ejemplo, expresar la admiración a lady Di por su delgadez. Con todo, cursillo incluido, el presidente Reagan llamó a Charles princesa David, aunque, eso sí, rectificó inmediatamente para llamarle a él mismo princesa Diana. Pero hasta eso no se considera un fallo de memoria, o simplemente una tontería, del presidente, sino que se enmarca en el cuadro de lo simpático. No es una cuestión que requiera ningún examen de la dureza de las arterias. Se trata sólo de los nervios propios de un hombre que sale del pueblo -aunque tenga todo el poder del mundo, aunque no vaya a parpadear ante Gorbachov- frente a la radiante emanación de la realeza. Algo que produce sobrada emoción en los países -y aun en los partidos- republicanos.
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