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La intimidad, en venta en Estados Unidos

Ariel Dorfman

Cuando llegamos a Estados Unidos -hará unos cinco años-, nos faltaba, como siempre, de todo. El exilio consiste en rehacer el hogar una y otra vez, las cortinas de ciudad en ciudad, las toallas de país en país. Nos recomendaron unos amigos que la mejor manera de cuidar nuestras escasas divisas era comprar de segunda mano y que, para eso, ni siquiera hacía falta salir del vecindario. Todos los fines de semana, los habitantes de nuestro propio barrio sacaban a la venta pública aquellos efectos personales para los que no tenían ya uso. Este tráfico, que ocurre a lo largo de todo el país y al que concurren casi todas las capas sociales, se llama garage sale, puesto que, supuestamente, es en el garaje donde se acumulan los trastos inaprovechables. Pero hay muchas otras variantes: yard sale (si la venta se hace en el jardín o en el patio); moving sale (si la venta se debe a que la familia se está mudando y por ende puede estar deshaciéndose de objetos más valiosos); family sale (si son varias familias las que han juntado sus enseres); o block sale (si se trata de todos los habitantes de una manzana o cuadra).Al principio pensé que se trataba de otra muestra más de la comercialización de la vida cotidiana en Estados Unidos. A esto conduce, me dije, el interminable carrusel de la sociedad de consumo: lo que los vecinos exhibían y traspasaban frente a sus hogares eran, después de todo, los objetos que, a poco de adquirirlos, parecían viejos e inservibles, siempre reemplazados por algo más novedoso.

Pero al poco andar comencé a sentir un asombro que no logré disipar con mis fáciles explicaciones económicas. Mientras más garage sales visité, más tuve que admitir que se trataba de una costumbre chocante y, por qué no decirlo, hasta exótica. En el resto del mundo intentamos separar -quién sabe con qué grado de éxito- la vida privada y la pública. Al poner a la venta sus objetos más recónditos, era como si estos vecinos estuvieran desnudándose, invitando a seres extraños (o, lo que es peor, seres semifamiliares, con los que intercambiaban cada día un par de palabras) a que ingresaran al santuarío de su hogar, de su dormitorio, de su pasado. Era inusitado ver cómo hacían negocio con sus calzoncillos, las fotografias de la familia, los juguetes de sus niños, las cartas de amor que sus abuelos se habían escrito. Quizá mi extrañeza se deba a que, como latinoamericano, estoy habituado a que uno esconda determinadas intimidades.

Esta tendencia a perder toda reserva y ponerse en una vitrina para que todolel mundo te observe no se limita al restringido mundillo de las ventas vecinales, sino que se halla mucho más generalizada. Lo que ha ido reduciéndose, y en algunos casos hasta extinguiéndose, es el concepto mismo de una vida privada en este país. Nada se escapa del ojo ajeno. He podido comprobar, con una mezcla de fascinación y asco, cómo la gente hace su incesante strip-tease espiritual frente a las cámaras de televisión. Y no me refiero tan sólo a las personalidades públicas -que son asaltadas por los medios de comunicación sin misericordia-, sino a todo el mundo. Hay programas, por ejemplo, en los que una pareja explica a un psiquiatra, y a millones de telespectadores, cuáles son sus problemas de ajuste emocional y sexual. ¡Con lujo vergonzoso de detalles! En otros, para recibir premios fastuosos, deben confesar sus problemas más secretos. Ni qué hablar de las viudas que, apenas muerto su marido en una catástrofe, lanzan sin decoro alguno aullidos de dolor y luego muestran a las cámaras el interior de su casa, la comida que al finado le gustaba, su último mensaje. Un país donde cada ser humano es un incesante voyeur de los demás, esperando su turno para convertirse a su vez en espectáculo potencial, está preparado para un presidente de la República que basa su popularidad en su imagen de hombre que no tiene nada que esconder, un ser enteramente transparente que no engaña nunca a nadie. En una sociedad donde todo el mundo se exhibe, desde el presidente-actor para abajo, ¿por qué hemos de extrañarnos que los vecinos pongan a la venta sin recato sus efectos más personales?

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¿Pero, no habrá aquí otra razón para los garage sales? Es las ciudades de este país, y especialmente en los suburbios, hay cada vez menos ocasiones para los encuentros personales. Los seres humanos viven solitarios, sospechosos, encerrados por el miedo y la competencia, limitados a conocerse a través de los medios masivos de comunicación. Poner a la venta sus efectos personales, exponerse a los demás, ¿no constituirá un método para que la gente común y corriente norteamericana pueda aproximarse a sus vecinos en un mundo donde el espíritu mismo de la comunidad ha venido sufriendo de una erosión implacable?

Como latinoamericano que constantemente recuerda su tierra que lo espera, me pregunto si a esta gente no le anima también la nostalgia de otro tipo de relación, en que el mercado no servía, ante todo, para intercambiar objetos sin pasión ni historia, sino para ir al encuentro de otros seres humanos, limítrofes y lejanos. Quizá la compra y venta no sea más que un pretexto. Quizá ese territorio colectivo de la feria que nos atraía tanto de niños, porque nadie era extranjero y todo era aventura, se reconstituya, por el tránsito de unas horas, en los garajes, en las calles, en los jardines del barrio, la gente buscando algún contacto, entreabriendo alguna mínima deslumbrante puerta, en un mundo que se cierra cada vez más.

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