Un jurado de confitería
El gesto que define al jurado de un festival de cine -efímero ente colectivo que con frecuencia es completamente divergente de sus componentes considerados uno por uno- es la concesión del primer premio. Ésa y sólo ésa es la clave de su acierto o su desacierto, porque ahí y sólo ahí está el riesgo. Esto, que es una norma bastante generalizada en los comportamientos de los jurados de los festivales internacionales, ha sido sancionado al milímetro por los premios del jurado de Valladolid de este año.Pues bien, ajuicio de este comentarista -que pide su derecho a equivocarse, porque no elude su obligación de arriesgarse-, el resto de los galardones del jurado de la Seminci 85 es una hábil componenda coherente esta vez con el gesto definitorio de la concesión del primer premio, que ha sido de una cobardía intelectual impecable.
El filme sueco que se ha llevado la Espiga de Oro es una película agridulce, nostálgica, bonita, emotiva. Bien distribuida, dará aceptables resultados llorones y risueños en cualquier cadena de la televisión familiar europea, rancia degustadora de buenos, digestivos y fáciles sentimientos fijados en un celuloide resultón y correcto. No es una mala película, en absoluto, ¿pero es ése el cine que debe ser impulsado desde el disparadero de un festival internacional para estímulo de cineastas del futuro?
El caramelo sueco triunfador en Valladolid, todo entero, no le llega ni a la altura del zapato a una sola secuencia de, por ejemplo, Sugar Baby.- aquella en que la admirable Marianne Sagebrecht cambia de aspecto y ritualmente se autotransforma de mujer lúgubre a mujer alegre. Claro que dar la Espiga de Oro a este difícil filme alemán comporta riesgos, y esto no entra en los cálculos de los jurados de confitería, como éste de Valladolid 85. Se da un premio de consolación a Sugar Baby, y, pasteleo completo.
El merengue sueco, en cuanto cine, en cuanto energía imaginativa plasmada en una emulsión fotográfica, es un acto creativo enano si se le compara con el recio puñetazo de inventiva, de auténtico cine comprometido con la fatalidad y con el honor huma no que lleva dentro No surrender, del británicó Peter, Smith. Pero dar la Espiga de Oro a esta abrupta, gozosa y dolorosa obra es probablemente pedir demasia do de un jurado propio de Disneylandia, como éste de Valladolid 85. Se da una mención espe cial al conffictivo filme británico, y pasteleo completo. Del resto de la relación de premios, ya se sabe: basta con un poco de sentido común. Concha Velasco está realmente espléndida en La hora bruja, pero ¿por qué no hacerle compartir el premio con la Sägerbrecht, que también es toda una actriz cuya compañia honraría a la nuestra?.
Se ha conmemorado e n la Seminci 85 a un eminente profesional del cine español, Francisco Rabal, todo un actor. ¿No es bonito y dulce que este homenaje termine con el happy end de un primer premio de interpretación para él? Y se le ha dado. Pues bien, los señores del jurado de bieran saber que la actuación de Francisco Rabal en La hora bruja es una de las más flojas de este formidable actor, y, sin que esto sea un demérito para él, no es ni la sombra de la de Klaus María Brandauer en El coronel Redl. Pero para eso está el pasteleo: se da un premio especial al director de la película húngara, Szabó, y todos contentos. Este festival de Valladolid se ha caracterizado por la escasez de buenas películas -escasez que no le concierne sólo a él, pues hoy en el mundo se hacen muy pocas películas de gran calidad y por el excelente uso didáctico que los directivos de esta muestra han hecho tanto de esas pocas buenas películas como de las sec ciones monográficas. El jurado ha estado, a mi juicio, muy por debajo del rigor del festival.
Babelia
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