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España, una historia de cosas

España, una historia de las cosas. Éste es el programa de Diseño España que presentamos en Bruselas, y éste es también su ideario. Una historia de las cosas que nos muestra la dimensión a la vez inteligible y tangible de los procesos; que da testimonio de las tendencias más impersonales y de los acontecimientos más puntuales. Por un lado, esta historia pone de manifiesto la realidad cuasi geológica de todo aquello que, más allá de las ideas o los proyectos, ha ido naturalizándose y permeando el mundo de nuestra cotidianidad hasta hacerse, a un tiempo, presente e inconsciente. Como vemos la luz de las estrellas cuando ya se apagaron, así tendemos también a descubrir la belleza de las imágenes religiosas cuando hemos dejado de creer en ellas, y a reconocer el valor formal de los objetos o útiles cuando hemos dejado de emplearlos.Pero esta historia de las cosas es también el mejor testimonio que nos queda de los hábitos más triviales y de los más menudos acontecimientos: del paso, por ejemplo, del sillacentrismo medieval al mesacentrismo renacentista, metáfora doméstica de la revolución copernicana. Y es aun la muestra tangible de las transformaciones producidas a lo largo del tiempo en nuestra manera de ocuparnos de la realidad y de operar sobre ella. Vemos así cómo la artesanía se muta en tipología, y ésta, por fin, en diseño, cuando la revolución industrial impone el proyecto y el cálculo sobre el aprendizaje empírico o la tradición estilística; como del design moralista de la tardía revolución industrial se pasa el styling comercial en los albores de la revolución informática, y de él al formalismo historicista que ha resultado cuando los dominios de la ética y de la estética, de la función y de la forma, no aparecen ya tan claramente delimitados como acostumbraban'... Situado así entre natura y cultura, entre oficio y artificio, el diseño -quizá habría que decir la mirada-diseño- adquiere un valor ejemplar en una época como la nuestra, donde las consagradas fronteras entre lo uno y lo otro se están diluyendo, donde la adolescencia o la muerte nos aparecen como realidades culturales y los roles sociales o sexuales surgen como temas biológicos o naturales.

¿Pero qué es esa España que vemos dibujarse en nuestra historia de las cosas? Existe una identidad nacional caliente basada en la sangre y edificada sobre las magníficas gestas que los pueblos o sus héroes realizaron contra sus vecinos. Y existe también una identidad fría, meramente territorial, no basada en la sangre sino en el emplazamiento (la que instituye la democracia de Clístenes) y no afirmada a expensas de los demás, sino simplemente yuxtapuesta a ellos. Pero entre esta identidad topológica y aquella identidad mítica existe una tercera que no es ni más ni menos que un producto lógico: el lugar donde se manifiestan las continuidades y las diferencias, los solapes y las influencias de las que cada comunidad nacional es producto resultante. Y tal es el tipo de identidad española que nos muestra esta exposición de nuestras cosas: una identidad abierta a todas las culturas, vulnerable a todos los estilos, pero que nunca recibe estos influjos sin marcarlos, sin hacerlos a su imagen y semejanza hasta devolverlos, en fin, seducidos y pervertidos, a su propio lugar de origen -¿o no existe acaso una definitiva influencia española incluso en lo que ha sido luego, fuera de nuestras fronteras, el arte musulmán?

Cierto es que a España, secularmente enzarzada en expulsiones, depuraciones y conquistas, le ha costado entenderse a sí misma en estos términos: "Así", escribe Colón, "después de que vuestras altezas pusieran fin a la guerra contra los moros ( ... ) y después de haber echado a todos los judíos fuera de vuestros reinos, en este mismo mes de enero vuestras altezas me ordenaron partir con una armada suficiente a las dichas tierras de la India". Invadida hasta la Baja Edad Media, imperial en la Edad Moderna, más y más periférica en la Contemporánea y casi residual en la era industrial, España no encuentra con facilidad y sin dramatismo esta efectiva identidad por encima de sus prepotentes (o acomplejados) reflejos de singularidad. Me refiero, claro está, a la machadiana.

"Castilla miserable, ayer dominadora, / envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora".

Pero lo que esconde esta historia de gestas y resacas al punto se ve en nuestra historia de cosas. Y lo que se ve entonces, ante todo, es la diversidad interna en la que se mezclan y distinguen la sensualidad meridional, la austeridad castellana, el tenaz fundamentalismo vasco o el industria-

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lismo modernista catalán, más cercano tal vez al belga que al del resto de España. Pero también se ve, punto seguido, la comunidad de empeño y talante que estas actitudes reflejan. Y es que en España, como predicaba Eugenio d'Ors, "la forma decide; el exterior decide; la actitud decide. La figura o contorno es para nosotros precisamente lo más espiritual que las cosas tienen". Aquí, podría decirse, no hemos tenido más honra que la forma, más valor que el honor, más imaginación que la sensualidad de nuestros místicos o el realismo de nuestras imágenes y nuestros pícaros. Desde la liturgia del honor hasta las volutas barrocas o modernistas son testimonio de una interioridad que no existe aparte de sus efectos, de una religiosidad inseparable del catolicismo iconográfico, de una industriosidad que no se deja reducir a la razón instrumental. Diríase, recogiendo la analogía de Rousseau, que si en el norte el dominio de las cosas se hizo palabra, entre nosotros se hizo ante todo figura, forma precisa y limitada. Allí el puritanismo burgués se alió pronto con el alma gótica para confeccionar un espíritu protestante hecho todo de contención en el gusto, de racionalidad de la forma y de abstracción en la figura. Pero es sabido que este espíritu, como se dice de ciertos ,vinos, no viaja bien a España -ni, por lo demás, a la posmodernidad-, donde el estilo y la apariencia nunca han sido púdicamente relegados, como en un capítulo aparte, al c5té aventure de la vida.

Cierto que las condiciones que generaron y explicaban estas diferencias han tendido a desaparecer de modo que, para bien o para mal, hoy todos nos parecemos un poco más. Muchos de los productos actuales que aquí se muestran, en efecto, podrían igualmente ser alemanes u holandeses. Pero es cierto también, como no dejará de observar el visitante atento, que las querencias y adherencias de nuestra tradición cultural se reflejan aún a la hora de formalizar productos o técnicas o enfrentar problemas productivos que son hoy comunes a todos. Y no es malo, sin duda, que esto sea así: la fuerza de Europa, como la de España, sólo volverá cuando dejemos emerger nuestro pasado con la misma naturalidad, confianza y eficacia de cuando construimos nuestras catedrales.

Hoy la reconversión creativa de nuestras industrias es, qué duda cabe, tan importante como su misma reconversión tecnológica. El sentido de la forma, la audacia y el buen gusto han dejado de ser un lujo para transformarse en la base indispensable de una nueva expansión industrial europea. Nada nos cuesta más, sin embargo, que este sencillo gesto de recogernos el pelo en el arte y soltárnoslo en la industria; esta operación de investigar nuestra sensibilidad, de explotar nuestra tradición, comercializar nuestra experiencia y manufacturar una imagen que dé un valor añadido a nuestros productos. Pero éste es precisamente -él propio Freud lo describió así- el mecanismo psicológico de la creación o invención formal. En efecto: una forma o expresión sólo alcanza un interés estético cuando es capaz de transmitir a los demás la experiencia peculiar e improbable que ha vivido su creador. Crear no es, pues, sino la capacidad de contarse: de constituir un cuento, un mito o una saga de sí mismo. De ahí que a la hora de hacerlo cada país no pueda sino partir de su peculiar genio y experiencia: que los americanos hayan estilizado su dinamismo y los franceses su cartesianismo, los italianos su tradición y agilidad y los japoneses su genio en la traducción formal. Y de ahí también que, a la hora de traducimos a nosotros mismos, algunos rasgos del carácter español nos plantean más problemas de la cuenta.

Ya Hegel habló del decoro y el honor españoles como el sentimiento de que la entera subjetividad del individuo se juega en cada una de sus manifestaciones externas: en su figura, en su nombre, en la conducta de su mujer... El alma se transforma entonces en un exoesqueleto que cualquier opinión puede vulnerar, y que, por lo mismo, hay que proteger como lo más sagrado. Pero hemos visto que la capacidad de innovación formal exige una actitud exactamente contraria a ésta: exige saber correr el riesgo de la extravagancia y el ridículo, ya que todo nuevo gusto aparece al pronto como mal gusto. ¿Y cómo atreverse a jugar, a pasearse y extravagar por el propio perímetro, si cualquier opinión desfavorable puede atentar a lo más íntimo de nuestra persona?

Es más: todo lo que nos sobra en dignidad nos falta muchas veces en conocimientos y competencia técnicos a la hora de inventar la forma de nuestras cosas. Porque la invención formal de los objetos consiste precisamente en encontrar una forma a la vez relativamente improbable (es decir, no banal) y, sin embargo, pertinente (es decir, no gratuita). E igual como la poesía requiera previamente de la gramática, también el diseño requiere un conocimiento anterior de la lógica de la producción y de la sintaxis del mercado. De ahí que, cuando nos ha faltado esta competencia, los objetos no hayan llegado ya con la forma, la imagen e incluso la palabra -a menudo anglosajona- acuñadas de origen.

Mucha honra y poca competencia técnica, que acaban aliadas y precipitando en el rasgo que tantas veces explica nuestra falta de osadía: la inseguridad.

Porque si algo exige la creación de formas es la confianza en la propia peculiaridad o disonancia y la seguridad en las propias manías o extravagancias -esa seguridad que le permite a uno soltarse y mezclar diversos ámbitos de experiencia, dejarse sorprender por las propias sensaciones y tener encima el descaro de afirmarlas.

Ahora bien, ¿de dónde viene hoy esta indecisión a la hora de afirmar nuestra peculiaridad, en un país del que siempre se ha cantado su genio y diferencia? Pues precisamente de ello: de que desde el romanticismo hemos sido objeto y no sujeto de esta atribución; de que han sido los otros quienes han dicho que Spain is different. Desde entonces hemos podido ser fuente de inspiración exótica o cantera de genios inquietantes, pero en cualquier caso han tendido a ser los otros quienes ponían membrete o trade mark a nuestras genialidades. Unas genialidades que, como los niños o los grupos sin conciencia de clase, las hacíamos pero no las sabíamos.

Y esto es ni más ni menos lo que nos falta para acabar de consolidarnos en el mundo del diseñ. La valentía y la confianza para mostrarnos a nosotros mismos, para descubrir nuestra exultante singularidad y no sólo nuestra entre quejumbrosa y vanidosa identidad. Sólo así y entonces dejaremos definitivamente de ser objetos para pasar a ser sujetos, del diseño como de la historia.

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