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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El caso del italiano francés

SANDRO STELLA iba para francés ilustre -especializado en historia social- y venía de italiano revoltoso cuando vino a tropezar con un complejo de situaciones españolas: alguien robó cosas de su automóvil, el policía que atendió su denuncia escrutó su nombre y la ficha informática le denunció como reclamado por la justicia italiana. Entre la celeridad de la electrónica policial y la lentitud de la justicia española hay un cambio de época de varios siglos, y Sandro Stella lleva casi tres meses encerrado en Carabanchel (EL PAÍS, 7 de octubre), en tanto se medita sobre su destino.Francia, que acogió a Stella como refugiado político, le dio luego su nacionalidad, y desde allí se interesan por su suerte y le avalan personalidades del mundo académico y de instituciones religiosas. Pero España parece considerarle como delincuente italiano, porque así lo dice la antigua ficha girada desde Padua, con las oscuridades pertinentes acerca de si pudo haber tenido relación con las Brigadas Rojas y con Toni Negri: la ficha le envuelve cuidadosamente con el manto negro del terrorismo. Parece -o dice él- que sus actividades eran mucho más modestas. Por el tiempo de sus delitos -dos años, de 1976 a 1978- tenía poco más de 20 años y participó en lo que se llamaron protestas populares, como los asaltos a los supermercados -glorificados por el teatro: Aquí no paga nadie, de Dario Foo los encierros en entidades que practicaban el trabajo negro.

Pueden tenerse todas las dudas acerca de si Stella es un terrorista asesino o si solamente fue un ácrata impulsivo en sus tiempos de estudiante, pero puede ayudar mucho a esclarecerlas el hecho de que haya sido depurado en Francia para darle el estatuto de refugiado y la nacionalidad: quienes saben cómo trabajan los servicios secretos franceses y la suspicacia infinita de sus policías, diversas pero bastante bien afinadas en materia de extranjería, no pueden creer que haya pasado la criba tan fácilmente si era un verdadero culpable. Tampoco es posible creer que la brillantez de su trabajo y la irradiación que podía tener hayan impulsado a Francia a acogerle a pesar de todo: un estudio sobre el asalariado florentino en el siglo XIV no es un tema que fascine a policías y magistrados. Ni es sólo eso lo que puede incitar al cardenal arzobispo de París a escribir a la Audiencia Nacional para iluminar -dice Su Eminencia- a la justicia española, que generalmente necesita buenas lámparas para leer en sus apolillados mamotretos.

Salvo estas iluminaciones que vienen de fuera y las que claman sus familiares y sus abogados, no hay razón ninguna para presumir la inocencia de Sandro Stella en su renegada ciudad de Padua y hace una decena de años; y los juristas podrán decidir sobre lo interesante del tema que se refiere a una extradición pedida para un italiano que ahora es francés. Pero lo que no parece posible a estas alturas es que la indecisión, el carteo internacional en papel timbrado y el engranaje oxidado de la justicia mantengan en la cárcel desde el 24 de julio a alguien tan seguro de sí mismo como para ir a denunciar una sustracción en su vehículo. Y tan ingenuo. Sus estudios históricos sociales no le hicieron nunca sospechar el valor siniestro que puede tener en España la palabra empapelado: y a este francés que fue italiano lo han empapelado, aun partiendo de la informática, y no va a ser tan fácil que se le desempapele. El caso Stella puede servir de muestra de otros muchos hechos en los que no pueden estar mezcladas cuestiones internacionales ni personalidades ilustres, y por tanto se desarrollan en el reino de lo sórdido, y en los que el valor de 3 o 6 o 10 meses de cárcel en una vida humana deriva en una mera apreciación abstracta acerca de la lentitud de la justicia.

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