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La hormiga de oro

Manuel Vicent

Soy de la India, señor. Nací en la ciudad santa de Benarés y también he vivido algunos años en Arabia. He pensado muchas veces en el sabio consejo de Kabir. ¿Lo recuerda usted? Benarés está en el Este; la Meca, en el Oeste, pero explora tu corazón porque ahí están unidos Rama y Alá. No. Entonces no iba en busca de la verdad, sino de hormigas. Yo sólo era un pequeño comerciante de bisutería. Vendía rosarios musulmanes de ámbar que poseen un increíble secreto, y en aquella trastienda de Jiddah, en los momentos de inspiración, preparaba pócimas de oro líquido para curar la epilepsia. Tomaba flores de melisa o bálsamo común cuando el Sol se hallaba en el signo de Leo. Hervía los pétalos con azúcar disuelto en agua de rosas, y luego, por cada onza del cocimiento, añadía cinco hojas finísimas de oro. Había que tomarlo en ayudas con una inspirada medida de vino dorado. Los clientes con males sagrados me respetaban como a un mago, pero después de un largo camino he venido a caer en Luxemburgo. Ya lo ve. Estoy de criado. Sirvo con fidelidad a este charcutero gordito y,feliz que es el rey absoluto de las salchichas en Europa. ¿Le he dicho que mi mujer es de Ávila? La he conocido aquí y me enamoré de ella porque descubrí en su rostro una soledad tranquila, muy dulce. Si me lo permite, antes de llevarlo a la fiesta podría contarle a usted una bonita historia.Tal vez le interese saber que yo vine al mundo en una alfombra en la calle más podrida de Benarés, en el fondo del laberinto, junto a las escalinatas del Ganges. Mi familia ocupaba en usufructo durante cuatro generaciones de parias aquel trozo de acera, y en el lejano humo de la memoria llevo el aroma de aquellas hogueras de cadáveres fundido con las enseñanzas de un mendigo brahmán cuyas llagas, inferidas por la maldición de Siva, llenaban de sabiduría su lengua morada, con la que me decía: si aprendes a mirar con ojos iguales a todos los seres viendo al Yo uno en la materia, tu alma no tendrá necesidad de ir a ninguna parte.

Mi primer juguete fue una cobra virgen, único legado que dejó mi padre al morir, y mientras aprendí a amaestrarla según las artes de un pariente ilustrado, éste, para despertarme la ambición, me repetía en voz baja la leyenda de las hormigas de oro. En una región septentrional de la India viven hormigas del color de los gatos, y su tamaño es similar al de un perro egipcio. Con las garras duras como el hierro extraen el oro de la tierra, lo acumulan durante el invierno, y en verano ellas se ocultan a gran profundidad para huir del calor. Entonces, los habitantes del valle roban el oro, pero deben actuar con mucha rapidez, porque si huelen la presencia de los humanos las hormigas salen de sus agujeros, persiguen a los ladrones o destrozan a cualquier intruso que no huya cabalgando el caballo más veloz. Así es de cruel el amor a la riqueza en estos animales. ¿Es la primera vez que acude usted a la fiesta del señor Schneider? Lo pasará muy bien. Él ha mandado traer grandes manjares para sus amigos, Su residencia está muy cerca del palacio ducal, casi colgada en el acantilado del Alzette.

Esta noche los invitados cenarán acompañados por una orquesta de cámara, y yo mismo me tendré que vestir de calzón corto. Hay que ver cuánto dinero dan las salchichas. Esos edificios de la derecha son las oficinas del Centro Europeo. ¿Le gusta Luxemburgo? ¿Las hormigas? Ah, sí, perdóneme. Me había olvidado.

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Aquellas hormigas mordaces que se alimentaban de oro despertaron en mi tierno corazón un ansia desmedida de fortuna, pero yo era un paria maldito, y como máxima proeza no podía aspirar sino a un puesto secundario en el ramo de la bisutería, gracias a un tendero de collares que me tomó consigo y me inició en los misterios del ámbar. Él tenía un pequeño negocio de joyería y también era experto en preparar perfumes y polvos excitantes con las resinas y sustancias que exudan los cachalotes. El ámbar, llamado electrón por los griegos debido a la carga que genera cuando se le frota con un paño, sirve igualmente para aviar brebajes de amor, y a la vez contiene propiedades visionarias.

El patrón me hacía experimentar sus efectos aspirando diversas aleaciones con una cánula de bambú por la nariz, y luego, con la mente poseída por el sabor de almizcle, yo iba de buhonero ambulante a su cargo por las calles de Benarés, y al atardecer me sentaba en las escalinatas del Ganges, bajo los templos, a escuchar la doctrina de aquel mendigo brahmán. El que habla no sabe; el que sabe no habla. Puesto que existir consiste en ir muriendo, todo cuanto se haga contra la muerte hiere la propia vida. Cosas así decía el maestro, pero entonces yo sólo pensaba en las hormigas gigantes. Por mis conocimientos acumulados supe que estos bichos excavadores habían huido de la India.

Habían aflorado de nuevo en Persia, donde el sha tuvo hormigas prisioneras durante algún tiempo en un jardín prohibido, sacando oro de la tierra. Luego habían pasado a Jiddah, en Arabia. Después, su rastro se perdía en Etiopía, y cuando llegué a Etiopía ellas ya estaban en Brasil. Un día de la juventud me purifiqué en aguas del Ganges por última vez, abandoné la caja de bisutero en manos del patrón y partí caminando hasta Bombay, y allí embarqué de polizón como una rata hasta Berdere- Shabpur en busca de las doradas hormigas. Sobre una ruta trazada en el mapa por un sacerdote que regía las abluciones de leche en el templo del Mono inicié el camino. Sabía perfectamente que aquellos animales no existían, pero. la fábula me ofuscaba tirando de mí por cordilleras y desolados litorales.

Estuve en Teherán, donde hice armas en un fumadero de opio con un alfanje de jeroglíficos, que introduje en el corazón de un traficante al final de una reyerta fugaz. Bajé otra vez por sendas anónimas implorando limosnas musulmanas hasta el seno del golfo. Pasé la mar. Atravesé el desierto de Arabia en una caravana de comerciantes sudaneses que transportaba pimienta, si bien los camelleros sólo estaban imbuidos por una fiebre metálica. Entre ellos se hablaban al oído del misterio de las minas de Ofir, de turbios e imposibles tesoros, que se encontraban a su alcance y, aunque nada les conté de las hormigas, les ofrecí, para pagar mi silencio, una receta de ámbar. Gracias a eso obtuve de su boca la fórmula de sanar la epilepsia mediante una cocción de oro líquido con agua de rosas y pétalos de melisa.

No se duerma, señor. Perdóneme. En cuanto se duerma usted unos minutos se queda sin ver Luxemburgo. Probablemente éste es un bello país en que el tedio se ha conquistado con una lucha muy tenaz. Después de contemplar tantas colinas húmedas, tantas vacas de ojos verdes, uno tropieza con las caras sonrosadas, plácidas y felices de sus honrados habitantes, y sólo piensa en huir despavorido, pero al final, con un poco de esfuerzo, cualquiera puede acostumbrarse a la dicha. ¿Qué dice, señor? ¿Que a usted le gusta mi historia? Por desgracia mi caso es el de un pobre indio de pata seca que ha dado la vuelta al mundo buscando la plenitud del dios Rama en el oro y ha acabado siendo criado del rey de las salchichas en Luxemburgo. ¿No resulta extraño que un indio de Benarés se haya casado con una chica de Ávila? No conozco esa tierra, pero mi mujer me ha hablado mucho de ella, y yo he leído algunas cosas. Benarés y Ávila: un ferviente, espeso hedor de cadáveres y pordioseros, el limo hediondo de culpas que arrastra el Ganges, la lucidez de la inanición, la ciencia del sufrimiento, se han unido en matrimonio con la espiritualidad del páramo seco, el sol duro y limpio, el viento fino y la pobreza ardua. San Juan de la Cruz iba buscando por aquellos sotos y oteros al ciervo vulnerado, y mi esposa, a los 20 años, tuvo que venir a encontrarlo aquí, en Luxemburgo. Ahora ella le prepara la comida y le limpia el retrete a un gran charcutero, que se ha enriquecido al patentar una fórmula combinada de cerdo y plástico.

Yo soy el conductor de su automóvil, saco brillo a la plata y a los grifos de oro, paso el plumero a los óleos y acudo al aeropuerto, como en este caso, a recibir a los invitados a su fiesta. Ocupo, con mi mujer, una alcoba de cemento en el sótano de la mansión, con un cencerro de avisos que se agita sobre nuestras cabezas cuando el amo desea algo. Mi señora procede de una familia de pastores de serranía, que después de ser cantadas por san Juan de la Cruz se pasaron al ramo de la construcción y fueron peones de albañil en una ciudad de Castilla donde, al parecer, hay muchos conventos, frailes de pies místicos en las sandalias y monjas que fabrican yemas.

Su infancia está llena de esquilas de ganado, sonido de rezos, silencio y campanas. Dejando atrás todo eso, un día partió lejos a buscar trabajo en un tren de madera, y cayó por este paraje llamada por su primo. Entró de criada al servicio del señor Schneider, pero en aquel tiempo yo aún me encontraba en Brasil, ya completamente arruinado mi negocio de collares y habiendo perdido también el rastro de las hormigas mineras; sólo me quedaba el arte de manipular bebidas secretas con el ámbar gris. En aquellas regiones tenía demasiada competencia, puesto que allí los espíritus gobiernan la carne caliente de los mortales.

Decidí trasladarme a Norteamérica, con el cuerpo exhausto y los ojos húmedos, que la fiebre del oro habían dejado casi transparentes. En el alma conservaba el recuerdo de muchas sentencias oídas de labios de aquel mendigo brahmán y con el único bagaje de su lejana sabiduría me hice llamar maestro y traté de montar una es cuela de perfección oriental en la calle 73, Oeste, en Manhattan, y conseguí algunos discípulos rubios, a los cuales, envidando fuerte desde el principio, les decía: aquellos que han dominado enteramente sus sentidos y son ecuánimes bajo cualquier condición y así con templan lo imperecedero, lo inefable, lo inmanifiesto, lo omnipresente, lo incomprensible, lo eterno y se consagran al bienestar de todos los seres, ellos solos, y nadie más, me alcanzarán. Y quise que mi barba sirviera de garantía. También adquirí una bata color azafrán, abandoné la cabellera hasta que me llegó a las costillas, calcé desnudas sandalias de profeta, me alimenté de simientes y marqué a los míos con una señal de barro en el entrecejo. Aquella secta fue breve.

En Nueva York había muchos expendedores de felicidad basada en las zanahorias, pero yo prediqué una mezcla de higiene y helados, dulce sexo y perfumes suaves, flores y yoga, ritos de agua y amores ingenuos. Como no tuve la suerte de conquistar al hijo de un magnate y los neófitos eran pobres y no hacían sino adorar mi calcañar y mirarme a los ojos, abandoné el empeño y pasé a ser taxista en turno de noche.

En Manhattan, a la caída del sol salen las hormigas a buscar oro en la garganta de los elegantes. Son rápidas y eficaces las estocadas que allí se reparten, formando haces de luz muy moderna, y de aquel baile nocturno guardo a la altura del hígado una costura violeta. ¿Qué podía hacer este indio en medio de tal fregado? Yo no había olvidado aún la ambición que me arrancó de la orilla del Ganges y cuando bajaba a los pozos de Nueva York volvía a soñar. ¿Dónde podría encontrar una hormiga de oro? El destino me arrojó a una playa cerca de Amberes para oficiar de camarero. Después fui experto en polvos de diamante y, finalmente, arribé a Luxemburgo y entré de limpiacoches en la residencia del señor Schneider, cuya fachada ve usted ahí enfrente, brillando como un ascua. Está colgada en el acantilado y sus cimientos se pierden como las galerías de una mina en el fondo de las rocas. El mayordomo me hizo pasar a la estancia del servicio. Me bajó al segundo sótano, y allí la encontré. Tal vez le parezca ridículo esto que le voy a decir. He dado la vuelta al mundo buscando una hormiga de oro, y nunca pude imaginar que ella me esperaba aquí. Esa chica de Ávila, cuyo rostro es puro y solitario, me había esperado 10 años ahorrando monedas, labrando un tejido amoroso en torno a mi largo viaje. Hoy es mi mujer. Por su corazón pasa el Ganges. Y ahora, señor, ya hemos llegado. Deseo que disfrute usted de la fiesta. El rey de las salchichas, sonriente, gordito y feliz, ofrecerá a todos los invitados distintas especialidades de cerdo. Cuando esté sentado a la mesa piense, señor, que bajo el festín se encuentra el espíritu adusto de Ávila y el dolor putrefacto de Benarés. Nosotros somos los criados.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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