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La sombra de Felipe II

El acto celebrado ayer en el monasterio de El Escorial parece poner un definitivo punto final al viejo malestar que suscitaba en tierras flamencas la idea de España y que ya quedó convenientemente mitigado cuando el rey Juan Carlos I colocó una corona de laurel sobre la tumba de Guillermo de Orange, El Taciturno, durante la visita que los soberanos españoles realizaron a los Países Bajos en 1980.La sombra de ese resquemor, que resulta tal vez incomprensible para los jóvenes holandeses, se saldó ayer con una dura crítica a la controvertida figura de Felipe II cuyo visión política del mundo en el siglo XVI -dueño ya de un imperio inabarcable-, llevó a España al enfentamiento armado con los adalides de la independencia holandesa, que se saldó en 1648 con la paz de Westfalia, y el posterior desmoronamiento de un apasionado imperio cuya existencia es objeto todavía hoy de incontables críticas.

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Por los pasillos del monasterio que el rey Felipe mandó construir en homenaje a San Lorenzo tras la batalla de San Quintín (1557), resonaron ayer los juicios más severos sobre una figura -incluida la de un intelectual norteamericano del siglo XIX citado por el profesor Wesseling en su discurso- que parece atravesar las cotas más bajas de la popularidad histórica.

Al efecto de desagravio contribuyó, sin duda, la presencia en El Escorial de los duques de Alba. La duquesa lucía su mejor sonrisa en medio de la comitiva real.

Por lo demás el acto se desarrolló con la suavidad que corresponde a todo lo simbólico, especialmente cuando se produce con una distancia de más de trescientos años sobre los acontecimientos que se pretende zanjar.

A partir de este momento es más que probable que ningún turista español en los Países Bajos sufra el sutil reproche, pálido reflejo del odio al que se hicieron acreedores, según todos los indicios, nuestros imperiales antepasados.

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