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Las lenguas muertas

Vicente Molina Foix

La gira africana de Juan Pablo II quizá no ha tenido la pompa y el colorido de otros descensos suyos a la espesura del Tercer Mundo, pero no han faltado los ardientes discursos que el Sumo Pontífice dispensa urbi et orbe desde los sajros muros de su ciudad o en el fragor del mundo exterior. Son ventajas de que en la Santa Sede haya un escritor y un hombre con talento para las artes escénicas: eI mensaje de espiritualidad que en otros vicarios había que leer e interpretar en la intimidad de la conciencia, en éste se escucha, porque Wojtyla declama más que clama y lo hace en voz alta.Al filósofo agnóstico Wittgenstein le preocuparon mucho en los años de su segunda etapa en Cambrigde los asuntos religiosos. Era el tiempo (desde 1931, aproximadamente, hasta su muerte, en 1951) en que, habiendo abjurado de la rígida propedéutica de su Tractatus lógico philosophicus, Wittgenstein establecía una mínima preceptiva an tropológica comparativa basada en sistemas lingüísticos, programa o patrón que perseguía -en palabras del propio filósofo- "una batalla contra el hechizamiento de nuestra inteligencia por medio del lenguaje". Esa batalla no sólo despertó inquietud entre sus antiguos colegas de la universidad inglesa, sino que llegó a ser vista por algún colaborador suyo como una acometida de tal radicalidad que destruía la filosofia y dejaba espacio para una validación positiva de la fe religiosa.

Son, en efecto, muchos los aforismos y ejemplos que sobre Dios, el diablo, la religión y el credo aparecen tanto en las Investigaciones filosóficas como en las Anotaciones misceláneas o escritos íntimos, aparte, claro está, de los contenidos en las tres conferencias específicamente dadas sobre la creencia religiosa -en tomo a 1938-, conocidas gracias a la reconstrucción de sus oyentes. La actitud de Wittgenstein frente al discurso religioso no es distinta ni más positiva que la adoptada ante la descripción puramente categorial de otras ramas del lenguaje o el conocimiento: la del "explorador de un país desconocido con una lengua extraña". De lo que no cabe duda es de que a Wittgenstein le interesaron marcadamente -como desde su infancia las leyes musicales o, más tarde, las estructuras antropológicas, cuando escribió sus comentarios a La rama dorada, de Frazer- esas gramáticas ajenas dotadas de un intransferible código de símbolos, sonidos y articulaciones. Y entre ellas, la religión católica, a la que de manera explícita están referidas la mayoría de dichas reflexiones.

Una primera traba que Wittgenstein encuentra en sus aproximaciones al marco religioso es el alto grado de abstracción de sus convenciones lingüísticas. "¿Cómo se nos enseña la palabra Dios (su uso, quiero decir)? No puedo dar una plena descripción gramática de ella". Y el pintor de símiles y gestos que es ahora este antiguo filósofo del pensamiento sin imágenes ha de dar un rodeo a través del ejemplo. "Supongamos que fuese a un sitio como Lourdes, en Francia. Supongamos que fuese con una persona

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Las lenguas muertas

Viene de la página 11muy crédula. Allí vemos sangre saliendo de algo. El otro dice: 'Ahí lo tienes, Wittgenstein, ¿cómo puedes dudar?'. Yo diría: '¿Hay sólo un modo de explicarlo? ¿No podría ser esto otro o ?aquello?'. Trataría de convencerle de que no ha visto nada de importancia ( ... ). Trataría el fenómeno en este caso igual que trataría un experimento en un laboratorio que me pareciese mal ejecutado". Para el racionalista, el cristianismo parte de un vicio original: no estar basado en una verdad histórica, sino en una narración histórica, frente a la cual, dice Wittgenstein, se nos exhorta a una actitud de ciega creencia, desdeñando sus puntos paradójicos y misteriosos. Por eso ante Dios el católico sólo tiene la personalidad moral de luchador; dos opciones le quedan: conquistar (el cielo proenitido) o sucumbir (si desoye el precepto).

Planteada en estos términos de magia y de promesa pretematural, la religión resulta incomprensible para Wittgenstein, y nunca podría, por ello, concluirse de sus escritos una validación de la fe y sus dictados. Pero, llevado de ese celo calificativo y objetivo, Wittgenstein intenta averiguar las falsillas de la creencia religiosa. El dogma, según el filósofo vienés, no determina las opiniones de los hombres (ya que es imposible o raro afirmar algo como, por ejemplo, "yo soy de la opinión que hay un juicio universal"); el dogma, al contrario, controla la expresión de todas las opiniones. "La gente vivirá", escribe en una nota de 1937, "bajo una tiranía absoluta, palpable, aunque sin poder decir que no son libres. Creo que la Iglesia católica hace algo más o menos así. Pues el dogma es expresado en forma de aserto, y es inamovible, pero al mismo tiempo cualquier opinión práctica se puede hacer armonizar con él ( ... ). No es un muro que pone límites a lo que puede ser creído, sino más bien un freno que, sin embargo, sirve en la práctica la misma intención ( ... ). Así es como el dogma se hace irrefutable e inatacable".

La religión, para quien acepta el peso muerto de la fe, se convierte así en un compromiso apasionado con un sistema de referencia que más que de creer será, dice Wingenstein, una forma de vivir o un modo de evaluar la vida. Tan apasionado el compromiso y tan irracional que podrá llevarle a creer, si se siente enfermo, que se trata de un castigo divino por sus iniquidades, o llevarle a decir que su alma sobrevivirá a la muerte. Proposiciones, sin embargo, gramaticalmente correctas como locuciones desiderativas o sueños de deseo. Wittgenstein lo subraya en otro ocurrente ejemplo: "Supongamos que alguien, antes de partir hacia China, cuando es posible que no vuelva nunca a verme, me dijera: 'Nos podremos ver después de morir'. ¿Diría yo necesariamente que no le entiendo? Lo que digo simplemente es: 'Sí'. Le entiendo totalmente".

Entender, pues, o asentir con incredulidad respetuosa a unas convenciones lingüísticas de base sobrenatural, ése es el recurso del no-creyente pragmático. Aceptada así, la religión resulta imposible como pintura verosímil del mundo, pero no como una proyección mental o conjunto de "reglas de vida disfrazadas de imágenes". El vocabulario religioso hecho de anatemas, castigos, premios y promesas aplazadas, crea su propia realidad, su propio idioma, en el que los ajenos, los profanos, no pueden participar más que de oyentes.

Juan Pablo II gusta de utilizar, después de años en que el papado se esforzó en hablar una lengua más relativa y mortal, términos absolutos, categóricos, reñidos en la forma con los principios de comunicación cultural que la sociedad, tras no pocos combates, ha adoptado a modo de esperanto de la civilización y considera conquistas de una razón moderna. Wojtyla, el gran performer baja de los aviones, se arrodilla, besa -castamente- el suelo, se pone al cuello las coronas de flores tropicales y en cada país americano, asiático o africano escucha, aprende, aplaude los meneos, chillidos y palinadas con que esos primitivos saludan al espíritu. Pero cuando se acallan los cánticos tribales, el Papa dogmático habla. Y no habla en América Latina de la teología de la liberación, ni en África ha apoyado al cardenal Malula y su progresiva doctrina de la culturización africana. El Papa pontifica, como es propio del cargo; exhorta con un empuje no exento de terribilità a respetar la virginidad, la pureza, la indisolubilidad del matrimonio, atacando con saña el control de natalidad no-natutal (sic), el aborto, la masturbación, el homosexualismo y toda la gama de placeres en solitario o en comunión non-sancta. Esas palabras son a menudo dichas al lado de tiranos, dictadores y golpistas por un Papa que reprochaba hace poco a un periodista que le hablara a él "con categorías políticas, olvidando que yo soy el Obispo de Roma".

En un mundo en el que los hablantes tratan de superar el babel de babeles, buscando voces vivas pero no agresivas en las gramáticas ajenas, Juan Pablo II vuelve a las lenguas muertas. Como afirmó Pessoa en uno de sus brotes de amargura, "la inmortalidad es una función de los gramáticos".

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