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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Catástrofe en México

EL MUNDO antiguo descargaba su horror ante la gran catástrofe atribuyéndola a un designio o a una decisión divina; hoy, ante sucesos como el de México, no tenemos asideros metafísicos ni supersticiosos, y nos quedamos solos ante lo que definimos como nuestras propias responsabilidades, que son igualmente ficticias.Quizá estemos construyendo una civilización demasiado vulnerable, nos decimos, demasiado apta para ser rasgada por la brutalidad de las fuerzas naturales. Se escapa su fuerza de unas manos nuestras no tan poderosas, tan inteligentes o tan astutas como creíamos; pero no tan desgraciadas como el choque emocional con el suceso inmediato nos puede hacer creer. A veces buscamos divinidades racionales o matemáticas para acomodarnos, como en la topología geométrica aplicada a la moderna teoría de las catástrofes, o la clasificación de las diferentes maneras con que un sistema dinámico puede pasar a través de un punto de inestabilidad. Ciertamente ante el toque de la realidad de una ciudad amada, derrumbándose con sus millares de habitantes dentro, la arcilla de las fórmulas y los enunciados se seca y deshace en un ridículo pretencioso.

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Toda civilización es vulnerable, y todas avanzan levantándose una y otra vez después de cada tropezón de ciego. Ninguno es inútil. Hay una vieja lucha entablada contra las fuerzas naturales y cualquier impresión de que las estamos desafiando invierte la realidad. Lo que hacemos, en efecto es, por el contrario, resistir al desafío. Por ello, toda sensación de culpabilidad es supersticiosa y arcaica, y obedece a viejos inconscientes colectivos. Y la catástrofe, el desastre, el suceso imprevisto, son hijos de sí mismos.

Cualquier derivación seudofilosófica o política que pudiéramos hacer de la catástrofe que ha sufrido la ciudad de México, así como de otra serie de desastres naturales que se vienen sucediendo con una intermitencia que la abundancia de información nos hace suponer más frecuente que en el pasado, no debe ocupar ningún tiempo práctico. De lo que se trata ahora es, en primer lugar, de socorrer a las víctimas, con una solidaridad de civilización, a la que España debe acudir -y ha comenzado ya a hacerlo, incluso con una premura que ha tenido que ser sosegada para que no se convirtiera en contradictoría- de una manera especial, no sólo por trazos de unión antigua y de largas comunidades de lenguaje y pensamiento, sino por el recuerdo vivo de la solidaridad que ese país prestó a las víctimas españolas de una catástrofe totalmente antinatural como fue la guerra civil. Nadie debe sentirse indiferente ante ese dolor hermano, yendo incluso más allá del cálculo de que las campanas que doblan hoy sobre México pueden sonar mañana en España.

En segundo lugar, hay que aprender de la experiencia. El desafío de la naturaleza sigue en pie y nos recuerda que la doma de los imprevistos no está apenas iniciada, pese a todos sus avances; hay que responder a ese desafío una vez más, estudiando las causas, los posibles perfeccionamientos en las alarmas, la arquitectura antisísmica o los recursos ante el terremoto. La civilización actual es, efectivamente, vulnerable, pero es la única posible. Con su trágica experiencia, México nos ofrece el inacable aprendizaje de la fatalidad unida al destino de los seres que habitan este mundo, todavía capaz de descubrir, más allá de toda la tecnología y el conocimiento científico, la debilidad de la condición humana.

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