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Tribuna
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Lagartijo contra Edison

José Álvarez Junco

Frágil criatura es la memoria colectiva, y muy notable su tendencia a archivar recuerdos desagradables. Un español medio actual, sensible quizá a las descripciones catastrofistas sobre el paro, el terrorismo o la delincuencia con que le asedian los nostálgicos de la dictadura, creería difícilmente que ha tenido la suerte de vivir en una sociedad de prodigiosa sensatez y funcionalidad si se compara con la joya de que disfrutaron, sin ir más lejos, sus bisabuelos.Aquellas sí que eran sequías, cuando sequía significaba aún hambre y mortandades. Y para inundaciones, la que arrasó Consuegra y otros pueblos de Toledo en 1892, causando 500 víctimas. Como catástrofe originada por inoperantes controles administrativos, no es mala muestra la explosión en el puerto de Santander del buque Cabo Machichaco, que había entrado en llamas e iba cargado clandestinamente de explosivos; unos 700 muertos hubo en aquella ocasión, a los que se añadieron otras cuantas docenas unos días más tarde, en la voladura controlada de los restos de su casco. Para terrorismo, el que comenzó con la bomba de Pallás, siguió con las del teatro Liceo y la procesión del Corpus Christi en Barcelona y culminó con la muerte de Cánovas a manos de Angiolillo, todo ello en menos de cinco años. En cuanto al sistema político, es dificil imaginar mayor corrupción del voto popular, pillaje del presupuesto y desprestigio generalizado que los que rodeaban al turno canovista hacia 1898. Y, para colmo, mientras las potencias europeas se hallaban en plena orgía de reparto imperialista de Asia y África, los españoles veían cómo se pudría la situación en los pequeños restos de su imperio americano. Y topaban con el joven coloso yanqui, que había fijado sus miradas en la perla del Caribe y que propinó a nuestras fuerzas armadas un par de tundas de las más formidables que la historia contemporánea registra.

Me sugiere estas reflexiones la lectura de un medido libro sobre El final del Imperio. España, 1895-1898, escrito por el hispanista francés Carlos Serrano, conocido ya por otros trabajos sobre la época, entre ellos un excelente estudio sobre Costa y el regeneracionismo. Serrano comienza por plantear los antecedentes de la presencia española en Cuba, centrándose en el peso de la esclavitud como factor explicativo del mantenimiento de la situación colonial, y posteriormente en las relaciones comerciales que estaban detrás del descontento cubano en el siglo XIX y su acercamiento a Estados Unidos. La situación pudo haberse aliviado a base de concesiones políticas y apertura arancelaria, pero ni ésta ni a quellas eran aceptables para el lobby cubanista, uno de los pilares del régimen canovista, a cuyo análisis dedica Serrano páginas importantes. Por ello, incluso el tímido proyecto de autonomía propuesto por el joven Maura en 1893 se vio archivado. Los privilegios se mantuvieron a costa de la creciente exasperación de la opinión insular.

La guerra, al fin, se hizo inevitable. Y encoge el corazón volver a vivir ahora el proceso que llevó a ella y la plena lucidez por parte de los responsables políticos y militares sobre su resultado final. Romanones, por citar sólo un testimonio, describió más tarde una reunión celebrada en palacio, en vísperas del conflicto, con asistencia de los generales de mar y tierra de mayor prestigio, en la que el criterio de todos fue "que para salvar la paz interior y para satisfacer las exigencias, inspiradas en nobles, móviles, del estamento militar había que rendirse a la inexorable fuerza de los acontecimientos y acudir a la guerra como único medio honroso de que España pudiera perder lo que aún le restaba de su inmenso imperio colonial".

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En esta actitud irresponsable hay que incluir, en honor a la verdad, a la opinión pública y las fuerzas políticas de oposición. La Prensa mantuvo su vacua retórica habitual sobre el invencible león ibérico, que daría al gringo (histéricamente tildado de tocinero, mercachifle y lindezas semejantes) lección similar a la que en su día había recibido el orgullo napoleónico. La Iglesia, por su parte, desenterró los viejos tópicos de los soldados de la fe contra el protestantismo, sacó en pública rogativa sagradas reliquias por el fin de la guerra "que nuestro valiente Ejército viene sosteniendo (... ) contra incendiarios enemigos de España", y declaró: "No se tenga por español aquel que no acuda a prestarles (a los soldados) el auxilio de sus plegarias". Tampoco los comerciantes catalanes desafinaron en este coro españolista. El Fomento (patronal) mantuvo, hasta última hora, su acérrima oposición a toda reforma de signo autonomista que le haría perder un mercado que reportaba pingües beneficios y confió en la victoria militar basándose en "nuestra superioridad intelectual y moral sobre las razas, aun la más afín a la nuestra, que pueblan aquellos dominios". Y las fracciones republicanas de izquierda se vieron asimismo arrastradas por el patrioterismo, jugando la baza Weyler, esto es, la línea belicista más dura frente al negociador Martínez Campos.

Las únicas excepciones a tamaño delirio fueron las organizaciones obreras, si bien tendieron a limitar su campaña a la crítica del discriminatorio servicio militar con redenciones; y los federales de Pi y Margall, que adoptaron una decidida y coherente posición autonomista y condenaron desde el principio el uso de la fuerza para retener la colonia. En todo caso, nadie consiguió organizar un movimiento de opinión antibélico digno de tal nombre.

Y soldados baratos y bisoños se embarcaron en buques que apenas navegaban (unos meses antes se había hundido el crucero Reina Regente, con sus 400 tripulantes, en la poco azarosa travesía de la Península a Marruecos), bajo mandos de excesivo número y dudosa profesionalidad, para enfrentarse con lo que menos esperaban: las penalidades y fiebres de la manigua, los fantasmales machetes de los mambises y los inalcanzables cañonazos de los modernos acorazados yanquis. Ocurrió lo que tenía que ocurrir, lo que generales y ministros sabían de antemano que ocurriría, lo que nuestra sociedad pretende ahora olvidar. Batallas hubo, como la de Cervera, en Santiago de Cuba, en que los españoles sufrieron 500 bajas, 1.700 prisioneros y el hundimiento de todos sus barcos, mientras los norteamericanos la mentaban... un muerto, dos heridos y algún desperfecto sin importancia: Alguien escribió que había sido un entrenamiento entre Lagartijo y Edison. Es comprensible que la Spanish-American War sea tema obligado en la segunda enseñanza de Estados Unidos, y en cambio nuestra cultura nacional haya borrado aquellos hechos.

Las consecuencias del desastre no fueron, a corto plazo, revolucionarias. La crisis económica resultante no fue grave ni duradera; la monarquía restaurada logró capear el temporal; el Ejército, aunque parezca mentira, incrementó su peso en la vida política española. En definitiva, el golpe se desvió y se trocó en crisis de conciencia y reflexiones sin fin sobre la esencia y el problema de España.

En la película Raza -que todavía conserva el marchamo de aquel tipo de polémicas- se pintaba al padre del protagonista como un heroico marino muerto en la guerra cubana a causa de la ineptitud o el engaño de los políticos liberales.

Ello justificaba, según el interesado guionista, a los militares de 1936 como los vengadores de aquella humillación y los depuradores de un ambiente político corrupto. Carlos Serrano, combinando erudición y divulgación, análisis socioeconómico e historia cultural, distanciamiento crítico y respeto cariñoso hacia España y hacia Cuba, da un paso más en el avance de un conocimiento histórico que debe imposibilitar de una vez por todas semejantes interpretaciones.

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