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LAS VENTAS / FERIA DE OTOÑO

Cogida menos grave de Jose Antonio Campuzano

Plaza de Las Ventas. 14 de septiembre. Primera corrida de la feria de otoño.

Toros de Victorino Martín, de aparatoso trapío, fuertes y encastados.

Ruíz Miguel: estocada corta trasera ladeada (oreja); estocada corta caída (petición y vuelta); dos pinchazos y bajonazo (ovación y salida al tercio); pinchazo y media desprendida (ovación). José Antonio Campuzano: estocada corta caída (bronca); pinchazo hondo tendido, pinchazo y estocada (vuelta). Cogido por el sexto. Sufre cornada en axila con dos trayectorias, de 10 y 15 centímetros, que contusiona parrilla costal y paquete vasculonervioso y produce destrozos en músculo subescapular. Pronóstico menos grave.

El último victorino cogió de forma impresionante a José Antonio Campuzano. "Como para matarlo", decían en la plaza. En efecto, como para matarlo. Cuando Ruiz Miguel pasaportó a la fiera, la gente estaba como paralizada, no se movía de sus localidades. La tragedia de Colmenar se hacía presente otra vez y todas las miradas confluían en la puerta de la enfermería, por donde se llevaron al torero ensangrentado y exánime. Afortunadamente, pronto llegó el alivio: la cornada no revestía la gravedad temida.

Ese victorino era un cinqueño pasadísimo de edad -iba para los seis años- que no paró de correr y embestir. La movilidad que se reclama para los toros de esta época, tan plúmbeos casi siempre, le sobraba al victorino. Campuzano no se fiaba de su catadura, le daba derechazos echando el paso atrás y sabía por qué lo hacía. Al iniciar otra tanda, el toro le encunó y el volteretón aún no había terminado en el suelo cuando ya tiraba feroces cornadas, que zarandeaban dramáticamente al torero. Estaba desmadejado, roto el traje de luces y rebozado en sangre cuando las cuadrillas pudieron llegar al quite y recogerlo.

El mismo Ruiz Miguel, afectadísimo por el percance, tardó en reaccionar y desde el callejón intentaban animarle. Finalmente hizo de tripas corazón, se encaró con el toro, lo trasteó brevemente y entró a matar. Fue un final triste para una tarde que el bravo diestro de San Fernando había encauzado en la alegría del triunfo, pues les hizo un toreo hondo y dominador a los famosos victorinos, que salieron terroríficos de fachada, aunque también nobles de comportamiento.

Los victorinos imponían su ley, que era, exactamente, uno de los componentes fundamentales de la ley de la fiesta: apabullante trapío, aparatosas cornamentas, fuerza para presentar pelea en la suerte de varas y hasta derribar; bravura y, cuando alguno la desdecía al cobardear frente al castigo, continuaba exhibiendo su casta inequívoca de toro de lidia, y ése era su pabellón. Precisamente el toro de más acentuada mansedumbre, el cuarto, resultó una maravilla de prontitud al cite, codiciosa nobleza, boyantía total. Campuzano lo embarcó en series de naturales y redondos, empeñando en su ejecución todo el oficio que atesora, y abrochó las series con pases de pecho de impecable hondura. Perdió los trofeos por matar mal, pero el público reconoció el mérito de la faena, en tanto para el toro pedía por aclamación la vuelta al ruedo.

Ruiz Miguel toreó con gusto al primero, también nobilísimo, sacó al quinto, que estaba inválido, todo el partido que tenía y al tercero, que presentó dificultades y serio peligro por el pitón derecho, le hizo una faena importante. En perfecto equilibrio el valor y la técnica, encelaba al toro tanto por el lado bueno como por el malo y la suma de emociones constituía al tiempo un alarde de dominio. La casta del torazo cornalón y la maestría del torero valiente cerraban el ciclo mágico e irrepetible de la ley de la fiesta. Ahora mismo Ruiz Miguel es el único torero que puede con los toros difíciles, hasta convertir su bronquedad en sumisión.

El segundo había sido otro victorino poderoso, cuya dureza desconfió a Campuzano y lo toreó rectificando terrenos.

Posiblemente Campuzano tenía la premonición de la cogida, pero la cogida no iba a ser entonces. Le esperaba en el peligro y el sentido del cinqueño que salió en último lugar. "La tenía allí", según se suele decir.

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