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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA
Tribuna
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Ideología y realidad en la crisis del Estado pro-videncia

La crisis económica que arrastra el mundo desde 1973 ha situado el centro del debate ideológico en el porvenir del Estado providencia actuante en las sociedades democráticas desarrolladas. ¿Es el Welfare state un modelo agotado o dispone todavía de posibilidades de futuro? ¿Es su presunta situación crítica una afirmación meramente ideológica o la formulación conceptual de una realidad empíricamente perceptible? ¿Hay acaso que someter a revisión su vigente configuración, como aducía recientemente el presidente del Gobierno, o bastaría corregir algunas extralimitaciones? ¿Peca por exceso o por defecto de poder?El razonamiento exige en esta ocasión avanzar unas premisas iniciales: hoy por hoy, solamente el diseño social del que es expresión política organizada el Estado de bienestar goza en principio de virtualidad para, contemporáneamente, promover iniciativas plurales de solución de la crisis económica; asegurar la libertad individual y la estabilidad social; salvaguardar la justicia distributiva repartiendo costes de manera equitativa; garantizar tasas de crecimiento económico, aunque sean coyun- turalmente débiles, y combinar adecuadamente la necesidad de asumir los riesgos inherentes a una sociedad viva con la prestación de márgenes suficientes de seguridad colectiva e individual. Inversa- mente, resulta inverosímil que la crisis pueda ser reconducida y finalmente superada mediante planteamientos liberales clásicos, en sentido estricto, que implican no sólo confiar casi exclusivamente en el mercado y en su funcionamiento espontáneo, sino también abordar soterradamente la transformación radical de la institución estatal y de la sociedad de la que es parte integrante.

BUROCRACIA E INTERVENCIONISMO

Es preciso reconocer, no obstante, que el Estado de bienestar atraviesa en la ac- tualidad por una fase eminentemente problemática y difícil, de causas complejas, que, entre otras cosas, se manifiesta en que: a) ha generado una rígida red burocrática que, al extenderse a todas sus actividades, obstaculiza y a veces impide no sólo su propia adaptación flexible a circunstancias nuevas y rápidamente cambiables, sino a la de la sociedad entera; b) ciertos supuestos de intervención de los poderes públicos en la vida socio- económica han perdido claramente su justificación social, política y económica, en tanto que otros, ineficaces y fuente de despilfarro hoy, aunque no ayer, reclaman una reconsideración de principio y/o técnica; c) se atiende a sí mismo y a sus fines con costes perennemente crecientes, en forma de impuestos, inflación y enormes déficit presu- puestarios, hasta límites en ocasiones tan insoportables que perjudica la inversión productiva e induce, con complicidades múltiples, al ocultamiento o a la sumersión de una parte de la actividad económica. Y la tolerancia de la economía sumergida representa la máxima irracionalidad a que puede llegar una organización estatal que hace gala de encontrar su fundamento en la ley y en la razón. Tales manifestaciones externas de la crisis del Welfare state han engendrado un común sentimiento ciudadano, instintivamente compartido -y es preciso también reconocerlo así- de que el. Estado, la Ad- ministración, la burocracia o la clase política no actúan ya al servicio del interés general, sino en beneficio propio. Se apode- ran o pretenden apoderarse de nuevos sectores de actividad con el propósito no tanto de mejorar su funcionamiento como de ampliar su poder y de fortalecer su posición. La percepción generalizada de este juicio de intenciones como un hecho incontestable es lo que, junto a otros factores, podría explicar las arrolladoras victo- rias electorales de Reagan, Thatcher y otros políticos de la derecha conservadora, en cuyos programas y campañas se proponían abiertamente sensibles reducciones del sector público y recortes drásticos en las partidas presupuestarias destinadas al bienestar social.

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La actitud de desconfianza, e incluso de rechazo, hacia el Estado social por sus altos costes y su expansionismo agobiante es, sin embargo, contradictoria. La sociedad se queja, pero, incongruentemente, no aspira a aligerar el peso del Estado benefactor mediante la pretensión de que haya menos Estado. Y no sólo no se pone en duda habitualmente la obligación de los poderes públicos de intervenir cuando fuere conveniente, sino que se reclama su actuación para que satisfaga carencias comunitarias o para que preste, sin solicitar contrapartidas, cada vez más servicios sociales a mayor número de ciudadanos.

Ahora bien, constatar que el Estado providencia incurre en excesos y perversiones, captar un estado psicológico colectivo de repulsión, aunque sea difuso y contradictorio, hacia el peso creciente de la presencia estatal; admitir, en fin, su crisis y la subsiguiente necesidad de ciertos cambios no supone aceptar la desaparición del Welfare state como forma de organización de la sociedad por vía de amputaciones sucesivas, ni plegarse ante la tentativa de su destrucción, que hoy se percibe por razones meramente ideológicas o, lo que viene a ser lo mismo por intereses no siempre confesados.

La crítica del Estado de bienestar, la crítica interesada, se formula desde supuestos falsos. Se parte de las fisuras que sin duda presenta el edificio estatal, pero se extraen conclusiones, apresuradas unas y falaces otras, que carecen de apoyo en la realidad de ayer y de hoy. Es, en efecto, radicalmente falso, desde una perspectiva histórica, que el Estado benefactor constituya una forma de institucionalización del poder que, a fuerza de poner el acento en los derechos sociales, asfixia o restringe inconvenientemente las libertades individuales y la autonomía de la sociedad civil. De la misma manera que resulta falaz, sin fundamento alguno en su propia historia, que la acción distributiva que el Estado providencia ejerce por vocación y obligación sea incompatible con el crecimiento de la producción, el principio del beneficio inherente a la economía de mercado y el desarrollo económico.

El Welfare state es una conquista irreversible de nuestro tiempo que ha conseguido, simultáneamente y para el mayor número de personas, el más alto grado que ha conocido la humanidad de libertad real, de igualdad real, de autonomía real y de bienestar real del individuo y de la sociedad. Ha respetado además lo esencial de la economía de mercado y ha puesto en marcha un gigantesco y eficaz aparato productivo. Crear riqueza y promover activamente la justicia social son objetivos, según revela la experiencia reciente, no sólo compatibles, sino complementarios, aun cuando razones coyunturales puedan propiciar que se ponga particular énfasis en uno u otro, precisamente para asegurar la consecución de ambos. Bajo esta óptica, el Estado social carece de alternativa. Que en el cumplimiento de sus fines naturales tropiece con dificultades, límites y barreras de nuevo cuño, originados algunos en sus propios excesos, aconseja ciertamente analizar con prudencia su situación, pero no autoriza a dictar su acta de defunción; tanto menos cuanto que sus adversarios y debeladores no sugieren otra cosa, en el fondo, que la revitalización de un capitalismo de corte decimonónico que, cualesquiera sean las cotas de producción que pueda hipotéticamente alcanzar, prescinde de toda función distributiva, genera la explotación del débil, acentúa las desigualdades artificiales, intensifica el conflicto social y pone en riesgo la estabilidad de las instituciones políticas. Decía Maquiavelo: "Suelen recordar los varones prudentes... que se sabrá lo futuro considerando lo pretérito, porque todas las cosas de este mundo, en cualquier tiempo, tienen réplica comparable en la antiguedad. Esto obedece a que siendo los hombres sus autores, los cuales tienen y tuvieron las mismas pasiones, necesariamente surtirán el mismo efecto". Si la idea se depura del pesimismo antropólogico determinista que subyace en la filosofía de Maquiavelo, queda el mensaje desnudo: nada nuevo bajo el sol. Se persigue, en definitiva, salir de la crisis económica mediante la vuelta a estadios primarios del capitalismo liberal a modo de inyección de choque para reactivar y lubricar el sistema y su capacidad de producir. Pero si los efectos sociales de esta terapia son conocidos, no resulta tan claro, por el contrario, que lo que sirvió al desarrollo del primer capitalismo industrial sea igualmente válido en la era tecnológica.

El RIESGO LIBERAL-CONSERVADOR

La ofensiva contra el Estado providencia, conducida hasta hoy con más habilidad que éxito real y duradero por la internacional liberal-conservadora, ante la perplejidad y desorientación de progresistas, socialdemócratas y socialistas, presenta riesgos ciertos porque su resultado a medio plazo, en cifras de paro y en índice de conflictividad social, constituye una incógnita, al menos en Europa occidental. No se desconoce, en cambio, que el asalto al Estado benefactor es una agresión encubierta a un sistema de derechos sociales, en la medida en que estos derechos son libertades que se realizan por medio o a través del Estado. Tampoco se ignora que la gradual reducción de los beneficios sociales del Welfare state disminuirá correlativamente su aptitud para, amortiguar las consecuencias de una crisis larga y profunda y debilitará su capacidad de integración del conflicto social. Y en tales circunstancias, el recurso a la acción violenta se convierte en un peligro real. Los millones de parados de las democracias indus

Ideología y realidad en la crisis del Estado providencia

trializadas han sido literalmente digeridos gracias a las prestaciones del Estado so- cial, que, al proveer el mínimo vital, permiten, aun en un marco dramático, salvaguardar la dignidad de la persona, alejan- do la tentación de la violencia que hiere o mata. El Estado providencia, por otra parte, no es, en último análisis, más que el acuerdo mediante el cual han llegado a un equilibro de intereses, pacífico y jurídica- mente regulado, empresarios y trabajadores, patronales, asociaciones profesionales y sindicatos. Romper este entendimiento contractual con formulaciones ideológicas y decisiones políticas que de hecho tienden a favorecer sólo a una de las partes tendrá probablemente, tarde o temprano, repercusiones conflictivas. El Estado benefactor, como forma de organización de la sociedad, al igual que las que le precedieron, no gozará de un destino eterno, pero su reforma, sustitución o transformación no parece que pueda consistir en la vuelta al pasado, en un retorno a la sola y exclusiva lógica del mercado. Impulsar conscientemente su demolición paulatina desde un antiestatismo simplificador cuando, excepción hecha de "la mano invisible", se carece de alternativa real se acerca peligrosamente a la insensatez. Y en España más que en otros lugares.Lo que ha de someterse a revisión no es, por tanto, el Estado de bienestar en sí, ni su justificación, ni su idoneidad básica para afrontar una situación compleja considerada en su globalidad, sino el diagnóstico y la terapéutica de su mal, de un mal de doble cara y de espinoso tratamiento: el hiperestatismo y la, ingobernabilidad.

El hiperestatismo comporta que la máquina estatal no puede cumplir adecuadamente sus fines y funciones por querer asumir tareas que, al menos en el presente, corresponden o deben corresponder a la sociedad a los individuos. Ante una cierta hipertrofia del Estado sentida por un gran número de ciudadanos, se impone, de una parte, el recurso a valores apreciables, como la flexibilidad, la diversidad o una mayor autodeterminación de la sociedad civil, y por otro lado, resulta imprescindible agilizar los engranajes administrativos, acortar procedimientos y trámites, suprimir controles inútiles y establecer nuevas prioridades para la intervención de los poderes públicos. Es preciso redefinir los instrumentos, áreas o sectores de verdadero interés nacional o simplemente inclispensables para la función distributiva y correctora del Estado y abandonar los que no tengan aquel carácter o no sirvan a tal fin. En las sociedades desarrolladas el problema no es ya de amplitud, sino de selección e intensidad.

EL RETORNO IMPOSIBLE

La ingobernabilidad, en exposición de Bobbio, es la consecuencia de la despro- porción entre las demandas que, cada vez en mayor número, provienen de la socie- dad civil y la capacidad del sistema político para satisfacerlas. Cuestión esta última íntimamente vinculada al régimen de democracia, porque son las instituciones del Estado democrático las que facilitan e incluso incitan a que grupos e individuos procedan a presentar sus peticiones. Ante expectativas crecientes, la respuesta no puede ca- balmente consistir en el retorno al Estado mínimo de la tradición liberal, que no resistiría el embate de la previsible reacción social, ni menos aún en bloquear autoritariamente las demandas destruyendo las insti- tuciones democráticas. El desafío que el desarrollo de la democracia plantea al Estado sólo puede en realidad afrontarse de una manera: mejorando la organización y la eficiencia del Estado social.

A la consideración precedente se asocia otra reflexión: si uno de los temas recurrentes en la historia política ha sido el del abuso del poder, la ingobernabilidad del Estado providencia suscita en nuestro tiempo el contrario: "no el problema del exceso, sino del defecto de poder; no el del poder exorbitante, sino el del poder deficiente, inepto, incapaz; no tanto el del mal uso del poder como el del no uso". Porque el Estado entra en crisis cuando, por los motivos que fueren, no detenta poder suficiente para atender sus deberes. Es éste, en contra de las apariencias, el diagnóstico que mejor explica la crítica condición del Estado contemporáneo, es decir, su impotencia y su ineptitud para no ser desbordado por exigencias sociales, legítimas y justificadas, que se incrementan cada día. Defecto, pues, de poder, entendido no como prerrogativa extraordinaria, sino como la suma de atribuciones, medios y administración eficiente para dedicarse a solventar cuantas cuestiones merezcan su atención por razones de interés público o de justicia distributiva.

La ingobernabilidad del Estado de bienestar, es decir, el desfase entre el desafío de la exigente sociedad democrática y la capacidad de respuesta de la institución estatal, se agrava en las etapas de recesión económica, llegando a plantear un problema constitucional de especial incidencia. Y es que al hilo de la crisis económica se argumenta la imposibilidad de encauzarla por la ingente cantidad de recursos que absorbe improductivamente el Welfare state y se propone, en consecuencia, por uno y otro camino, de manera más o menos encubierta, su eliminación en vulneración de previsiones expresas de la Constitución.

La Constitución española, como otras constituciones euro- peas que le sirvieron de fuente de inspiración, institucionaliza el Estado social no en una declaración meramente programática, sino en disposiciones normativas directamente aplicables que vinculan de manera inmediata a todos los poderes públicos. Al no haber durante el ciclo depresivo recursos bastantes para hacer frente a obligaciones previamente contraídas o para adecuar la cuantía de prestaciones asistenciales a la evolución de los precios o para mantener, mejorar o extender derechos sociales constitucionalmente consagrados y servicios públicos esenciales, emerge una tensión en la aplicación efectiva de las prescripciones de la ley fundamental. ¿Hasta qué punto permite la norma suprema empequeñecer el ám- bito de vigencia del principio del Estado social por causa de la coyuntura económica? En la República Federal de Alemania, la polémica, por otra parte siempre inacabada, ha sido larga y profunda y ha empe- zado a tener eco entre los constitucionalistas y administrativistas españoles. En el momento presente podrían sentarse las siguientes conclusiones mínimas o prima- rias, y por ello mayoritariamente compartidas: 1. El principio del Estado social impone a los poderes públicos una función de asistencia, la llamada procura existencial en ter- minología de García Pelayo, que trasciende el concepto de beneficencia pública. El Wel- fare state se introduce en el derecho público europeo precisamente cuando se revela insostenible la creencia en la justicia inmanente del orden económico. 2. No es constitucionalmente posible, sin que preceda reforma de la ley de leyes, transmutar el Estado providencia en un Estado desguarnecido o negativo de corte liberal, mediante un vaciamiento gradual de su campo de actuación que de hecho le inhabilite para su función de intervención correctora y conformadora en la vida socioeconómica. El límite admisible de la eventual reducción sólo podrá precisarlo en cada momento el Tribunal Constitucional. 3. La inserción constitucional del principio social garantiza en todo caso el núcleo esencial de las presta- ciones sociales, en cuya regulación habrá que separar los elementos básicos, intan- gibles bajo sanción de inconstitucionalidad, de otros accidentales o complemen- tarios, susceptibles de supresión o disminución por imperativo de la crisis econó- mica. Perfilar hasta dónde abarca aquel núcleo esencial es decisión que, de provocarse conflicto, compete también en última instancia al Tribunal Constitucional. A él incumbe asimismo hacer operativa, a través de casos concretos, la garantía o protección del Estado social que de la Constitución emana.

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