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12 / Las españolas

Romero de Torres o la estilización de la solterona / Sorolla o la guapa sin secreto / Solana o la criada con ligas de esparto / La modelo que aparece en los billetes de cien pesetas, de Romero de Torres, pedía por Madrid diciendo: "Yo soy ésta" / El pintor cordobés, sin haber leído a Marcuse, es la "sublimación sobrerrepresiva" de la mujer española / Sorolla, sin saberlo, pinta la "mujer casual" de Tomás de Aquino, la "mujer usual" de Laforgue o de Torres / Anglada Camarasa y Zuloaga falsean y "venden" a la española.

Las españolas, desde que principia el siglo hasta la guerra civil, pueden agruparse en tres grandes familias estéticas y costumbristas, de acuerdo con los pintores de mujeres (la pintura es la gran pizarra de la Historia, incluso para ternas mucho menos plásticos que la mujer). Mujeres, decíamos. De 1900 a 1936, las de Julio Romero de Torres, las de Sorolla y las de Solana. No son tres maneras de ver a la española. Son tres razas diferentes de españolas, aisladas por la pupila privilegiada de los pintores. La mujer de Romero de Torres es cordobesa, oscura, triste, de un enigmatismo pueril, y responde al modelo eterno de la solterona nacional, pasada por Maimónides. A Romero de Torres se le veía por Madrid, plaza de los Carros, me parece que tenía su estudio en el barrio, acompañado de mujeres de Toulouse-Lautrec, pero estilizadas ya por Pepito Zamora y el surrealismo, a más de los perfumes franceses "Un rubor". Junto a las mujeres, Julio Romero llevaba galgos, como su homónimo Julio Antonio, que murió en seguida, y de quien decía luego Baroja:-Claro, venga de juerga, venga de mujeres, venga de alcohol, y Julio Antonio se hizo cisco.

El gran don Pío, aldeano vasco, creía que era mejor no vivir muchos años que vivir pocos e intensamente. Y sobre todo ¿cómo se puede, renunciar a las mujeres y a los galgos? Todavía a las mujeres... Romero de Torres, entre la plaza de los Carros, la plaza de la Cebada y los billetes franquistas de veinte duros, donde salía mucho, duró algo más que el escultor Julio Antonio, tampoco demasiado. Jesús Juan Garcés, poeta, marino (llegó a almirante) y postista, me contaba cosas del entierro de Romero de Torres en Córdoba:

-¡Que lo lleven a los billetes, que lo lleven a los billetes! -clamaban las cordobesas (1).

Jesús Juan Garcés se pasó la guerra en su casa de Fernando el Santo, esquina a Zurbano, soportando la metralla que destruía la fachada y leyendo a Baroja. Formó parte de la Juventud Creadora, con García Nieto y Pedro de Lorenzo, pero luego se pasó al postismo de Ory y Nieva, que no sé muy bien cómo le recibieron, pero recitaba de modo fascinante su poema El ángel blandileble. Cuando llegó a almirante, le recibió rutinariamente Franco:

-Tiene la mano mala, mano de águila, aferrada al sillón -me contaba por la tarde.

A Franco le explicó que él, almirante de Marina, además era poeta y había escrito tanto como San Juan, con lo que, al menos, estaba salvado cuantitativamente. Franco le cortó suavemente con una pregunta:

-¿Y usted ha estado alguna vez en África? Todo militar tiene que pasar alguna vez por África.

Garcés no había estado nunca en África, de modo que no hubo recital al Caudillo. Era nieto del actor Emilio Mario. Murió soltero, aunque le gustaban mucho las mujeres, pero me explicaba su celibato: "La mujer, Umbral, es un animal de culo frío" (2). Yo no sé si las mujeres de Romero de Torres eran de culo frío, pero parece evidente que todo lo demás lo tenían, cuando menos, templado. Romero de Torres, aparte estilos, se inventa una mujer que es la prematura solterona española, o la otra/la otra, siempre detrás de la reja, como una mora, aunque no haya nada moro en las facciones de sus modelos. Romero de Torres retrata a la española estática, amancebada con su guitarra, concéntrica del estatismo misterioso de Córdoba y tocada de ese misterio. Es el eterno femenino inmanentista y ficticio, pero con ojeras. Romero de Torres tuvo la gloria del mundo y acabó en los calendarios, que es donde suele acabar la gloria (3).

Romero de Torres, sin haber leído a Marcuse (no le dio tiempo), es "la sublimación sobrerrepresiva". Hace de la represión de la española/andaluza una sublimación, un santuario. Todo esto, tan antiguo, tenía que responder, efectivamente, a un estilo antiguo, y así pinta y dibuja Romero de Torres, muy bien, pero siempre en rafaélico. El famoso misterio de sus cuadros no está en la materia, que es donde tiene que estar, sino en el argumento. Era todavía la pintura argumental del XIX. Argumento o secreto bien pueril, por otra parte. Pero habría que decir, hablando "sociológicamente", y con perdón, que la mujer de Romero de Torres responde a una realidad española (tratada con más modernidad por Lorca en la literatura), a un confinamiento de la mujer, que la mujer acepta (y esto es lo diabólico), porque se la ha persuadido/sublimado en su cárcel doméstica. Y ella, como todo prisionero, ameniza la cárcel poniéndose sombreros, flores, abrazándose a guitarras mudas o descotándose un poco, para soliviantar al que pase y meterle algo de argumento a la callecita cordobesa y torcida. Casi todos los enclaustramientos de la mujer se han llevado a cabo por la sublimación. La mujer ha creído ser más deseable acogiéndose a un misterio que ella, de sí, no tenía, y que más que un misterio era un calabozo, con muy poco de "morada interior" a lo Santa Teresa (suponiendo que Santa Teresa no fuese una mujer de Romero de Torres sin guitarra ni folklore). Esta identificación mujer/reclusión es oriental, naturalmente. Pero los cristianos aún llegan más lejos: la mujer es interior a si misma, es santuario del ser o nudo/nido de víboras, e "húmeda y fecunda" como una cueva. Para los niños del medio siglo, que éramos nosotros, la mujer cordobesa de Romero de Torres sólo era un calendario. Ni reclusión, ni Oriente, ni santuario, ni nido, ni nudo ni víboras. Sólo un señorita con mucho rimmel que se ceñía líricamente los pechos.

Si las mujeres de Romero de Torres son natural y artificialmente misteriosas, lo que explica a las mujeres de Sorolla es la falta de misterio. Muchachas de oro levantino, un poco basto, en camisa, a punto de entrar en el mar, o señoritas de blanco, con sombrilla blanca y guantes de lo mismo, que, empero, no tienen nada de proustianas, porque la luz meridional les abrasa el aura. También la mujer de Sorolla -moza arrocera o señorita propietaria de los arrozales- responde, como la solterona estilizada de Romero de Torres, a una familia sociológica de españolas, y a estos efectos, antes que a efectos estéticos, la traemos a estas memorias folletinizadas de un hijo del siglo, espurio o no, pero que siente o cree haber vivido el siglo entero. Sorolla pinta levantinas higiénicas y compactas, pero el asunto no es sólo local, contra lo que él mismo pudiera imaginar: se trata nada menos que de la mujer sin misterio, de la mujer desenigmatizada. Santo Tomás de Aquino y el romántico francés del XIX, Jules Laforgue (aquel Baudelaire para familias), coincidieron una vez en un figón tomista. Dijo el de Aquino:

-La mujer es un ser casual.

Dijo Laforgue:

-La mujer, en el fondo, es un ser usual.

Buen par de reaccionarios. Pero no estaban diciendo la misma cosa, aunque lo parezca. Tomás ponía a la mujer al margen de los grandes sistemas del Universo, como casualidad o accidente. Laforgue la destituía de toda condición misteriosa o genial para dejarla en usual: usadera. Sorolla se complace en pintar esas mujeres hermosas y usuales como manzanas: usaderas. No defiendo aquí el misterio (lirismo, en mi argot personal) de la mujer, sino el misterio/lirismo de las manzanas. El misterio/lirismo de las manzanas está en Cézanne. Jamás en Sorolla.

Simone de Beauvoir, en su libro e se de la segunda cosa, dice que André Breton y todos los surrealistas, lirificando a Nadja, están cosificando a la mujer por sublimación. Don Antonio Machado, que algo sabía de Heidegger, el muy zorro, dice que "la mujer es lo esencialmente otro". Todos tienen razón. España es país que, aparte la leyenda mora, Merimée y otros cantables, da muchas mujeres sin misterio, mujeres que son pura y mera exterioridad, como en Sorolla, un motivo para las gracias de la luz. Aparte la andaluza (cuyo misterio convencional ya hemos visto) y la galaica, que es, por tomar un verso de Rosalía, "una cosa que vive y que no se ve", el resto de las peninsulares han sido, por implacabilidad de la Historia y la sociedad, bestias de carga o eternas estudiantes de piano sin piano y con las manitas cortas. Lo misterioso de la mujer, en Europa, empieza de las razas rubias para arriba. Me parece que dijo Pérez de Ayala (equivocándose como casi siempre) que "la rubia es menos pecado". El pecado es siempre rubio, don Ramón, desde Beatriz. Pero rubio natural. El pecado es natural. Sorolla, como sin quererlo, pinta la mujer española general, hermosa y sin secreto, ni siquiera secreto literario. El confinamiento de la española apenas le ha permitido hacerse eso que literariamente venimos llamando "un secreto": una personalidad. Para la española, ser diferente sigue siendo un pecado. Mujer misteriosa (Romero de Torres), mujer sin secreto (Sorolla) y mujer sin identidad (Solana). Don José Gutiérrez Solana, santanderino y genial, pinta lo más atroz de todo, en las mujeres y en la vida: pinta la especie o la clase, no ya el individuo. Es un sociólogo inverso que agrupa a los españoles y a las españolas no por familias culturales o aculturales, sino por subespecies: la criada, la puta, la vieja. Efectivamente, ninguna criada tan "criada" como la española, cuando menos en tiempos de Solana. Todas eran intercambiables, burras y de Soria. Solana, naturalmente, no las desprecia, sino que las ama con, su ternura crudiza, cuando se quedan solas en el fondo de la cocina, a la luz de un vaso de agua.

Solana ama esas mujeres con ligas de esparto, pelo cortado con hacha, uñas pulidas con el cuchillo de desescamar el pescado, mujeres que salen en carnaval, por Madrid, con colchas atadas a la cabeza y escobas encendidas en lo alto. Toda la ternura (nada patriarcalista) que uno puede sentir por la mujer aparece disimulada de lirismo en Romero de Torres, glorificada de exterioridad en Sorolla, entregada y víctima en Solana. Son tres familias sociológicas de españolas que, lamentablemente, han sobrevivido a sus grandes pintores. Anglada Camarasa y Zuloaga, internacionalistas, las falsearon, traicionaron y vendieron.

1. La modelo que aparecía en los billetes de cien pesetas fue mendiga vieja que anduvo mucho por Madrid, plaza de Santa Ana, enseñando un billete cuarteado: "Yo soy ésta". Así pedía.

2. Garcés encontró por los altos de Goya una celestina que era del Atlético Aviación y proporcionaba muy buen material femenino.

3. Los poetas de "Cántico", excelente grupo cordobés de los 40/50 (García Baena, Ricardo Molina, Juan Bernier, etc.), a las cordobesas que se vestían y maquillaban a lo Romero de Torres, las llamaban "romeracas".

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