El orgasmo del miedo
Al amanecer, cuando el sol de julio comienza a molestar, por esta tierra sueltan a los toros para que la gente enrede con ellos. La mocina ha estado toda la noche de trago y risas, bailan do, saltando y ligando, si se tercia. La fiesta dionisiaca, que acaba con el sexo para los más afortunados y desinhibidos, es sublimada con el orgasmo del encierro para aquellos valientes que dominan el miedo. Lo bonito de los sanfermines es el haber sabido resistir a la industrialización y a la represión franquista. En todo el Estado español había fiestas populares, y en muchos, en muchísimos sitios, se jugaba el toro, había encierros, se hacía pagar a los animales las frustraciones del resto del año.Cuando los ecotopianos proponemos combates rituales entre jóvenes machos más violentos, como forma de catartizar las inevitables frustraciones del capital, el trabajo y la familia, por aquí se sigue utilizando a los toros para lo que los utilizaban nuestros ancestros: para jugar. Para jugarse la vida en broma.
El encierro dura menos de dos minutos y medio, como un coito exprés, descafeinado y productivista. Los toros no tienen ganas de broma y van rodeados de cabestros, muchos cabestros, que se distinguen de los toros porque son más viejos, más huesudos y llevan los símbolos sexuales bastante maltratados, los cuernos afeitados y los cojones capados. Por si fuera poco y quedaran dudas, les ponen un cencerro. Suelen correr más que los toros, puesto que se conocen la fiesta, ya que corren todos los años. Los toros van asustados por el gentío, nunca vieron tantos seres extraños, tan brutos, tan juntos y con tantos gritos. El encierro está perfectamente organizado, y la única diferencia con la burocrática corrida de toros y su reglamento estricto y cronometrado es que todo el que quiere corre, y gratis. Dicen que para ser un buen navarro hay que correr el encierro y saber cantar jotas; pero eso es opinión de joteros y corredores. Correr el encierro es militancia étnica, el derecho a la diferencia.
Son estas fiestas profundamente populares, fiestas de calle, sin clases sociales, apoteosis de la afectividad, el despilfarro, el derroche de energía vital; son protagonizadas especialmente por la gente a la que le sobra energía. A Pamplona acude medio millón de castas, gentes de todo el planeta, amigos del trago y el jolgorio extremo, en el que celebran el haberse reunido. Es una fiesta pacífica cada vez hay menos peleas, alegre, barata, gratuita para el que no puede pagar, en la que con hacer más o menos lo mismo que veas a tu alrededor puede bastar. Aquellos que vayan por la vida de espectadores, que se queden en casa.
En los últimos ocho o diez años los sanfermines son cada vez mejores, más libres, más libertarios, más respetuosos con la improvisación. La embriaguez es un aspecto esencial de todas las circunstancias extremas, y el abstemio, sobrio o comedido no encontrará ningún sentido a lo que realmente esta fiesta es: una fiesta primitiva, simple, que va a lo más hondo del corazón y el estómago, que se te sube a la cabeza y que te hace saltar, bailar y reír.
"Pamplona", ha dicho Henri Lefebvre, "es la guardiana de la última fiesta europea, del placer de vivir llevado a su extremo, del triunfo de la pulsión de vida sobre la pulsión de muerte. Aquí queda mucho sitio para todos y todas, siempre y cuando hayan entendido de qué va la cosa: es la fiesta universal, la fiesta en abstracto, con normas mínimas y mucha marcha".
Babelia
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