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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La decepción

PRIMERO HUBO sorpresa, y luego, decepción: la explicación de Felipe González a la crisis, que él quiso en un principio pequeña y se convirtió luego en algo profundo y preocupante, no pudo convencer ayer a nadie. No ha convencido en la manera de hacerla, abriendo unas expectativas sobre unos propósitos que no fue capaz de cumplir. Ni puede decirse que este Gobierno sea precisamente mejor que el anterior. No hay un giro de políticas, sino la continuidad, según él mismo anuncia. Pero la derecha se preocupará de que no esté Boyer en el diálogo con el mundo de las finanzas, y la izquierda antiotanista, de que Morán no ocupe el palacio de Santa Cruz. Y aun si todo es una guerra de símbolos, el más preocu pante de todos ellos es la conferencia de prensa del presidente, que cerró con toda una apoteosis de errores el descalabro de política de imagen que en su primer Gabinete tuvo. Se puede creer que el que más ha perdido en esta historia de la crisis es el propio presidente. Pero tampoco es preciso dramatizar: ésta es una democracia aún ignorante de muchas cosas, y la clase política está aprendiendo justamente a gobernar. El Gobierno tiene un apoyo parlamentario y social aún ingente, quizá merecedor de mayor peso político en el Gabinete, pero en cualquier caso con derecho a esperar que éste aprenda las lecciones de estas tres semanas de absurdos, misterios y tragicomedias de salón.La relativa sorpresa producida por el cese de Morán como ministro de Asuntos Exteriores quedó ayer pálida por la sustitución de Miguel Boyer como ministro de Economía y Hacienda: la espina dorsal de toda la política de González le abandona. Hay sobradas razones para suponer que el asombroso desenlace que implica la dimisión de Boyer no es la consecuencia de una maniobra calculada, sino el resultado de que al presidente la crisis se le deslizó entre las manos. No hace mucho, González revalidó pública y espectacularmente su confianza en Boyer -como ayer mismo reiteró, después de cesar el ministro-, convirtiendo en norma sagrada el consejo de Olof Palme sobre la conveniencia de que los jefes de Gobierno respalden al 98% la gestión de sus ministros de Hacienda. Y los anunciados cambios en Obras Públicas y Transportes apuntaban hacia el objetivo de recomponer la unidad de la política económica diseñada precisamente por Boyer. El resultado es que una crisis pensada y hecha para reforzar a éste, ha acabado paradójicamente con él.

Aunque el presidente ha hecho hincapié en que la dimisión es fruto del cansancio del ex ministro, es un rumor a voces que éste había planteado una especie de pulso político que ha perdido. La versión de una dimisión motivada por razones exclusivamente psicológicas descarga sobre Miguel Boyer el peso de una notable irresponsabilidad y de una enorme frivolidad: él representaba la continuidad de una política por la que González se había comprometido precisamente a reajustar el Gabinete y de la que depende en gran parte el futuro a corto plazo y el crédito internacional de nuestro país. Las pretensiones de Boyer de ser nombrado vicepresidente y decidir él los nombres de los restantes ministros del área económica parecen, por lo demás, que estaban acompañadas de otras quejas de carácter político que incluían una petición de cambio de rumbo en Radiotelevisión Española. No es difícil dilucidar que el enfrentamiento Guerra-Boyer, que el presidente niega pero todos conocían, se convirtió en las últimas horas de la crisis en un desafio al propio poder de Felipe González por parte del superministro. El final es el que es.

González no sólo ha expresado rotundamente su voluntad de mantener la línea política de la política exterior y la política económica, sino que además ha designado como sucesor de Miguel Boyer al hombre que, como ministro de Industria en el anterior Gabinete, más estrechamente sintonizaba con el ministro de Economía. Pero de ninguna manera puede suponerse que Solchaga aglutine ahora -más de lo que Boyer antaño- el equipo económico y garantice la unidad de su política. Los nombramientos de Sáenz de Cosculluela (Obras Públicas), Félix Pons (Administración Territorial), Joan Majó (Industria) y Abel Caballero (Transportes) quizá digan algo a los militantes del PSOE o puedan ser interpretados en clave de influencias dentro de la Moncloa. Sin embargo, los nuevos ministros están condenados, hasta que sus obras les den a conocer, a suscitar tan sólo indiferencia o extrañeza en la opinión pública, que esperaba un mayor aliento e imaginación en la designación de los sustitutos de los miembros del Gobierno salientes. De momento sabemos que el deslucido portavoz parlamentario del PSOE en el Congreso -una de cuyas últimas actuaciones fue la lamentable respuesta a la interpelación de Alianza Popular sobre el espionaje policial- ha recibido una cartera como premio a su obediencia.

Sobre ese horizonte de renovada grisura destaca la designación de Fernández Ordóñez como ministro de Asuntos Exteriores, aunque no resulta fácil prever la reacción de las bases del PSOE ante su incorporación al segundo Gobierno socialista. Un dato curioso es que el nombre de Fernández Ordóñez había sido sugerido por Boyer antes de que éste diera la espantada, lo que arroja luces añadidas al planteamiento inicial y desenlace posterior de la crisis. Javier Solana incorpora a la titularidad de Cultura las funciones de portavoz del Gobierno, en un doblete cuya compatibilidad tendrá que ser demostrada en los hechos y que recuerda demasiado, en todo caso, a las prácticas del anterior régimen. En el Gobierno permanecen, por lo demás, ministros cuya continuidad estaba fuera de discusión en virtud de sus propios méritos (como Serra, en Defensa; Ledesma, en Justicia; Maravall, en Educación), y otros de cuya actuación el jefe del Ejecutivo no parece tener mayores quejas. También sigue Barrionuevo en Interior, en una clara demostración de que González ha preferido reafirmar las líneas maestras de su política de orden público, tan discutidas y tan discutibles.

El resumen no es brillante, y sobre todo parece innecesario. La lección es, en cambio, interesante para el propio Felipe González: la crisis ha puesto al descubierto heridas viejas que no se han cerrado con estas soluciones de compromiso. Se nos anuncia una política igual con personas distintas. Pero los políticos ahora alejados del poder no tienen por qué seguir estando calladitos.

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