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Una Europa constituyente

Europa vive hoy una etapa constituyente. ¿Es un mercado común o es una unión europea de signo político? ¿Tiene seis, nueve, diez, doce miembros? Y en su seno, ¿se sigue un único discurso o coexisten discursos diversos de sus tan dispares componentes, de sus variadas instituciones?Para esta etapa constituyente no existen pautas válidas. Los trazos principales del desarrollo comunitario, o sus mismos protagonistas, o los métodos que se aplican, no consiguen hallar una guía constituyente eficaz en el marco de las estructuras políticas de nuestras democracias estatales. ¿Cuáles son, pues, los puntos de referencia para la búsqueda de nuevas aproximaciones en la construcción europea?

Primero de todo, la propia experiencia de más de 30 años de vida en común. Una experiencia entendida como un bagaje profundamente vivido, cuyos componentes serían unos cuantos -más bien pocos- éxitos, y unos importantes fracasos. Un acquis de alcance más existencial y tendencial que pura y simplemente estático, estructural.

Otro punto de referencia indiscutible es la apuesta por la plena efectividad de los principios democráticos de organización de cualquier comunidad política, en cualquier escala de planteamiento. En los últimos años se han introducído importantes correctivos para democratizar las instituciones comunitarias, en especial el Parlamento Europeo -elegido desde 1979 por sufragio universal directo-, o los mecanismos entreinstituciones. Pero estos correctivos se han incorporado muchas veces más por la fuerza de las circunstancias que por la plena voluntad política de los Estados miembros de la Comunidad.

Un tercer punto de referencia viene determinado por la evolución económica, científica y cultural en el seno de un espacio mundial globalizado. Apremia la definición de unos claros objetivos en estos terrenos para que Europa dé una respuesta al reto internacional que se le plantea: high technológies, Tercer Mundo (una clave, pues, para la respetabilidad de Europa).

La Comunidad Europea se abre al dificil y largo momento de constituir y de constituirse. Constituir una nueva identidad propia, respetuosa, pluricéntrica. Una identidad que únicamente puede emerger de un principio hoy todavía extraño y, paradójicamente, desde hoy mismo imprescindible: el de la solidaridad. Y debe dar forma a esta identidad plural, pero asumiendo al mismo tiempo el escarpado cálculo de cuáles sean las propias y estrictamente necesarias capacidades y funciones, y cuáles sus límites rotundos.

Crisis institucional

Y ¿cuáles son, entonces, los instrumentos de que se dispone?, podemos preguntarnos. Pues bien, esa identidad nueva, sentida pluralmente, de dimensión menos hanseática y claramente más mediterránea, se ha de forjar con esos escasos y ambiguos puntos de referencia, y con viejas herramientas Los primeros no son sino aquellas duras lecciones de la experiencia, en las que habrá posiblemente más duras recaídas; o aquellos principios democráticos, pero firmes y expansivos; y este reto tecnológico, como únicas guías.

Las herramientas, la mayoría de ellas viejas o inútiles; otras, impracticables aún. Las herramientas actuales de que dispone la Comunidad son, en tantas ocasiones, el resultado de antiguos errores de cálculo y de viejos drenajes; como, por ejemplo, el peso de una política agraria que absorbe el 70% de un presupuesto a todas luces exiguo. 0 quizá de hábitos plurifor mes, o discordantes -el veto na cionalista, o el veto periferista, en el seno del Consejo de Ministros-.O, finalmente, son consecuencia de superestructuras, como lo fue la Comisión, en su día excesivamen te esperanzadoras y hoy de inne cesaria desmitificación.

En los años 1965 y 1966, la crisis institucional planteaba una deficiencia conocida y casi atávica: la falta de voluntad política de los Es tados miembros, paralizadora de la actividad comunitaria. Desde las reformas financieras de los años setenta, lo que ha venido caracterizando las nuevas crisis ha sido una auténticafalta de capacidad de estructuras y de instituciones para asumir cualquier pequeño cambio en el sentido marcado por el principio de solidaridad. Por tanto, sería incorrecto hablar simplemente de "falta de voluntad" cuando nos referimos a una Comunidad que, pese a ello, acepta y asume un proceso de ampliación y de diversificación hasta los 12 miembros.

Acción común

Si la Comunidad quiere ser legítimamente Europa, deberá saber dar una respuesta individualizada y coherente, en el seno de este proceso reconstituyente, a las presiones que la fuerzan al cambio para su supervivencia: este parece ser el único lenguaje que desgraciadamente comprenden aún los Estados miembros. Europa peligra ante las presiones externas, y ante sus propios ciudadanos. Así, las presiones desde fuera plantean dos claves: su respetabilidad de Europa y su identidad económica, cultural y de acción política conjunta. En resumen: tanto la presencia de Europa en el terreno de las high technológies cuanto la formación de una voz auténticamente acorde ante las grandes decisiones políticas y económicas frente a los países en desarrollo. En cuanto al reto intenor, cualquier ciudadano europeo podría hablar fácilmente de alejamiento, e incluso de impostura democrática, de incapacidad institucional para resolver los problemas que le afecten en el sector en que se halla inmerso.

¿Hay respuestas? ¿Incapacidad de las instituciones? Ilustrados por los errores o insuficiencias históricas, dotémoslas de aires nuevos, inventemos diálogos eficaces, en un lenguaje comprensible. Como correctivos a insuficiencias de representatividad o a falta de competencias, potenciemos un auténtico Parlamento europeo, que participe eficazmente en el proceso legislativo comunitario, que esté cerca del ciudadano medio. ¿Modificación de tendencias? Situemos la Europa del futuro al margen de toda microvisión sectorial, tan tradicional en las viejas políticas comunitarias; corrijamos aquellas tendencias consideradas antes como irreversibles, propugnemos las modulaciones de la acción comunitaria, redistribuyamos en función de los destinatarios.

La palabra cohesión, en todas sus vertientes, tiene exactamente estas implicaciones. Tan sólo con cohesión democrática e institucional, en distintas aplicaciones del principio de solidaridad, se llega a la cohesión en la acción común. Y tan sólo mediante una acción común se encarna una voz común, respetada desde dentro y desde fuera.

Blanca Vilá Costa es profesora titular de Derecho Internacional Privado (UAB), coordinadora del Tercer Ciclo de Estudios Europeos de la UAB.

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