Los libros como imágenes o las imágenes de los libros
Muchos profetas, perpetuamente en cólera porque el mundo no es como a ellos les gustaría, suelen atribuir a la cultura audiovisual todos los males que aquejan al libro, ese fetiche afortunado que resiste a cualquier ataque y sigue representando, con entera justicia, la cumbre de la cultura contemporánea. Pero esos críticos de la imagen no suelen reconocer la ayuda sinuosa que la comunicación icónica presta a los volúmenes impresos por medio de ilustraciones y diseños que ponen de relieve la mercancía espiritual que está detrás. Siempre se ha apoyado la literatura en dibujos y, al revés, los artistas han buscado la inspiración plástica en unos textos concretos sobre los que montaban sus ilustraciones, pero nunca como en nuestros días se ha dado una relación más estrecha -necesaria, tendríamos que decir- entre estas dos dimensiones comunicativas, palabras e imágenes. Nada hay de extraño en esto porque ambas realidades son, a la postre, creaciones humanas y, como tales, alguna oculta simpatía debe establecerse entre una y otra.Pero también es un fenómeno curioso advertir cómo se diversifican tales imágenes en función de lo que anuncian. Las editoriales conocen muy bien los problemas que han de resolver y uno de ellos, quizá el más importante, es componer un mensaje visual urgente, claro y sin titubeos sobre la obra que ofrecen. Nada más cómodo que utilizar imágenes para ello, pero no cualquiera que esté a mano, ni siquiera la más bella u original, sino aquélla que se ajusta más a una serie de complejas cuestiones entre las que hay una, muy importante, que exige respuesta imperiosa: la jerarquía cultural de lo que se presenta, el nivel estético de la mercancía y, además, el carácter específico de la empresa editorial que produce el material. Así, dicho de pronto, parecen demasiados interrogantes para responder a ellos simultáneamente, pero basta examinar los diseños abstractos o simbólicos que caracterizan a las principales editoriales españolas para advertir, con una claridad suprema, que todas y cada una, casi sin excepción, han sabido encontrar esa imagen propia, típica; aquélla que incluso de lejos, como un cartel en pequeño sin tiempo para demasiados primores perceptivos, nos dice de qué se trata cada libro, cuál es la colección que lo alberga y; desde, luego, qué artista ha imaginado o diseñado esa cubierta. Algunas personas han conseguido ir construyendo un estilo muy personal y, de golpe, sin apenas esfuerzo y a distancia, somos capaces de percibir la marca de Alberto Corazón, Enric Satué o Daniel Gil, para no hablar de otros muchos creadores más que estimables.
El libro como figuración
Antes, hace unos años, dominaba la edición española otra forma de hacer distinta. Aunque ha habido siempre grandes diseñadores dedicados al mundo editorial -recuerdo los nombres de Palet, Giralt Miracle, Riera Rojas, Freixas...-las presiones o los hábitos iban por otro camino. Aunque también las casas editoras pretendían diferenciarse unas de otras por medio del diseño de sus cubiertas y mediante otras sutiles manifestaciones gráficas, la verdad es que, salvo el libro caro, encuadernado en piel, en los que se limitaban las ilustraciones exteriores e interiores al mínimo exigible, las restantes empresas pretendían rivalizar en el mercado gracias a sus imágenes realistas, llenas de colorido, antes que por la fuerza de los textos y mensajes literarios. En última instancia, es justo reconocer que el destino final de los libros es ser leídos y que todo lo demás, desde la belleza y fortaleza en su encuadernación hasta los primores estéticos de los dibujos que lo adornan, es secundario respecto a lo principal, la fuerza del estilo, la convicción de las obras escritas, su originalidad y fuerza intrínsecas. Todo esto es verdad, por supuesto, y no seré yo quien lo niegue; entre una escritura poco afortunada y un dibujo admirable, cuando de escritura se trate, lo importante será siempre lo escrito y el escritor.
En todo caso, no es justo lanzar contra la cultura de la imagen todos los anatemas como principal responsable de la falta de lectores cuando una de sus ramas más antiguas y fecundas, el diseño y la ilustración gráfica, ha ayudado desde hace tanto tiempo a promover el noble arte del libro.
Y no sólo nos incitan a leer tales creaciones plásticas, sino que, todavía más, nos ahorran las perplejidades que acompañan a Ias delicadas tareas de seleccionar, elegir y situar mentalmente los volúmenes. La literatura necesita a la imagen -y ésta del texto- para salir al paso al futuro lector. Éste podrá averiguar de qué libro se trata sólo contemplando con cuidado los signos gráficos que están encerrados en la solapa o la cubierta.
Entre el rigor y la facilidad literarios no hay sólo una-diferencia jerárquica o de precio, sino -salvo algunas excepciones honrosas- el salto de lo abstracto a lo concreto, respectivamente, a veces apoyado sólo en unas grafías expresamente inventadas para tal ocasión. No necesitamos siquiera hojear un libro o leer alguna crítica orientadora porque nos bastará ver qué clase de diseño le acompaña para saber lo que nos espera: placer, tribulación o aburrimiento.
Pasear por las instalaciones de la Feria del Libro de Madrid es un ejercicio cívico muy saludable, pero también una ocasión válida para comprobar que esta misma tendencia que relaciona el diseñó abstracto o simbólico con la obra de calidad y al realista con el best-seller ha llegado hasta las mismas colecciones populares. Estoy pensando en alguna, con espléndida maqueta gráfica en las cubiertas y con unos precios que parecen casi simbólicos, en las que la imagen se ha reducido a una evocación de colores muy suaves en los que destaca sólo el título y la firma del autor, insertada en un conjunto gráfico de exquisito equilibrio que merecería figurar en cualquier antología. Al comprar uno de estos ejemplares no sólo podemos adquirir una obra literaria bien seleccionada, sino que, por el mismo precio, nos llevamos a casa una imagen impecable, un aviso plástico de lo que vamos a encontrar después, cuando nos adentremos en las páginas sin protección.
Los editores de hace años se resistían a incluir ilustraciones en el interior de los volúmenes por temor a que la imaginación de los artistas influyera en el lector hasta tal punto que éste no se atreviera a concebir mentalmente a los personajes de ficción con toda libertad, conducido estrechamente por los dibujos reproducidos. Esta línea de acción, hecha de despojo y evocación, casi abstracta, se ha introducido subrepticiamente en nuestros días en casi todos los campos de la edición, excepto el de la mercancia muy popular y con la clara excepción de la literatura infantil y juvenil -siempre necesitada del soporte gráfico-, hasta un punto tan exigente que casi se podría volver ahora al punto de partida opuesto. Una cosa es que sea preferible siempre la ausencia de imágenes a la inclusión formularia de dibujos vulgares, encargados por puro compromiso, y otra muy distinta es que se eliminen todas las ilustraciones por sistema. Editores, público y artistas deberíamos exigir siempre la máxima calidad en este terreno, aunque cueste dinero, por supuesto, y pensar que a veces el lector también aceptaría de buen grado estas ayudas visuales en lugar de afrontar en solitario la interpretación del texto, esa empresa que le obliga a revestir de apariencia sensible a las criaturas literarias sólo con la ayuda de la palabra escrita.
Babelia
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