La idea de Europa
¿Qué es Europa, esa problemática entidad a cuyas instituciones se incorporan ahora España y Portugal? En buena parte, un continente periférico y preñado de ruinas, mal definido y en libertad provisional. ¿Cabe rehacer una idea fecunda de Europa a las puertas del año 2000? ¿A cuándo habría que remitir sus orígenes? No parece fácil articular la alusión al Tratado de Roma de 1957, fundador de la actual Comunidad, con las referencias, que no han faltado últimamente, a la Grecia clásica o a Carlomagno como cunas de una Europa poco menos que inmortal.Europa ha sido, en realidad, "una construcción del espíritu humano a partir de una realidad geográfica mal delimitada", con "una inmensa variedad" de ideas de Europa, como dice el historiador Duroselle.
Aún hoy, como concepto geográfico está, efectivamente, abierto, si se piensa al menos en la Europa nórdica y central. Y de hecho, los sucesivos ingredientes de la civilización europea han implicado históricamente una gran variabilidad territorial: desde el Mediterráneo de la colonización griega, al ámbito intercontinental de la Roma imperial, al cisma de Oriente y a la ampliación germánica de la cristiandad medieval. El factor delimitador ha sido el contraste con unidades vecinas: los persas, los bárbaros, los paganos. A pesar del Atlántico, hasta el siglo XVIII, no se configura una conciencia europea por confrontación con América. Y respecto a Rusia, ha habido una larga vacilación; fue considerada europea en períodos de occidentalización (la monarquía ilustrada de Pedro 1, por ejemplo), pero la consolidación del imperio intercontinental de la URSS ha venido sucedida por una comprensible hostilidad soviética con respecto a la Comunidad Europea occidental. (Ahí residía también una de las dificultades de la Europa geográfica de De Gaulle: si debía ir del Atlántico a los Urales, ¿dónde iba a quedar Siberia?
Más que como una unidad natural, Europa ha de ser comprendida, pues, como un valor civil y cultural. Pero muchos de los componentes intelectuales de ese viejo proyecto se encuentran hoy ante el requerimiento ineludible de una reconsideración crítica general.
La idea de Europa empezó a configurarse en realidad con la crisis del imperio y el papado que habían dominado la Edad Media; anduvo unida a la decadencia de la cristiandad y a la emergencia de otros valores: el desarrollo de la ciencia y la técnica y la laicización del pensamiento. Europa, pues, es esbozada en el Renacimiento y se concreta y afirma en un primer momento con la Ilustración.
Ya en Machiavelli puede encontrarse una primera formulación de Europa como una unidad con caracteres específicos, distintos de la geografía y la religión; Europa se distingue políticamente por sus formas de gobierno: repúblicas o principados nuevos frente al despotismo asiático. En los siglos XVII y XVIII, esta especificidad política se concreta en la defensa de derechos y libertades civiles, y es entonces cuando se conforma una conciencia de identidad cultural europea (bien visible, por ejemplo, en las Cartas persas de Montesquieu). Voltaire, por su parte, ve a Europa como una república literaria, que se constituye "a pesar de las guerras y a pesar de las religiones". La superación de la guerra es, pues, también un elemento fundamental de la conciencia europea. Frente a los grandes imperios centralizados, Europa es concebida como una pluralidad equilibrada; surgen así en esa época los planes de paz perpetua de Leibniz, Saint-Pierre o Kant.
La idea de Europa se ha convertido desde entonces en un criterio de interpretación histórica de aplicación retrospectiva. Pero no habría que confundir los elementos culturales utilizados en la formulación de ese proyecto con el recurso fácil de buscar imaginarios precursores de un europeísmo ancestral. Como dijo Federico Chabod, "si bien de las bases, digamos factuales, de la civilización europea se puede hablar desde el mundo antiguo y aún más desde el triunfo del cristianismo y de la civilización cristiana, y, por tanto, desde el Medievo, de una precisa y clara conciencia europea no se puede discurrir más que en la Edad Moderna". Así pues, Europa empezó a ser construida como una memoria cultural y una voluntad política común en los inicios de la modernidad.
Una época de viajes y descubrimientos como aquella comportó la aparición de una crítica antieuropeísta que no careció de fertilidad. Hasta Montaigne creyó percibir una superioridad de costumbres en indios y musulmanes. Se pudo pasar así de un sentimiento de supremacía cultural con respecto a otras civilizaciones (característico también de toda religión proselitista, como el cristianismo) a una conciencia europea de diversidad no exenta de voluntad de comunicación cosmopolita.
Pero los nacionalismos decimonónicos supusieron un grave quebranto para el designio europeísta. El romanticismo antifrustrado revalorizó los sentimientos religiosos y quiso redescubrir la Edad Media cristiana (Cristiandad o Europa se tituló precisamente un libro de Novalis.) Las autarquías espirituales características de los nacionalismos fueron un elemento de disgregación de la conciencia europea. Pronto emergieron, además, distintas misiones nacionales, rápidamente enfrentadas entre sí. De Maistre, por ejemplo, ya hablaba de la necesaria magistratura francesa sobre Europa; para Schiller, había llegado la hora de la primacía alemana. De ahí surgieron otras ideas de Europa. Entre ellas, la que llegaría a encarnar el nacionalsocialismo con su programa de Orden Nuevo de Europa; un orden concebido bajo dominio
Pasa a la página 12
La idea de Europa
Viene de la página 11
alemán, regido por el derecho del espacio vital (y, por tanto, expansión nacional) y realizado mediante la guerra, incluyendo una cruzada oriental.
Frente a la belicosidad de los nacionalismos, la idea europeísta fue tomando poco a poco un marcado tono federal. De los planes de paz perpetua del siglo XVIII basados en un equilibrio entre Estados, se pasó a los planes de federación (es decir, de unión). Los Estados Unidos de América, que en' gran parte ya habían sido argumentados por Alexander Hamilton precisamente para evitar el peligro de guerras intestinas, se convirtieron pronto en fuente de inspiración para unos Estados Unidos de Europa. Éste ha sido, desde entonces, un proyecto sostenido desde posiciones liberales, pero también socialistas. Cabría remontarse hasta el mismo Saint-Simon para encontrar un plan de reorganización de la sociedad europea estructurado en torno a un parlamento "situado por encima de todos los Gobiernos nacionales e investido del poder de juzgar sus diferencias".
Se trataba de sueños más o menos utópicos que la dinámica histórica del siglo XX ha permitido convertir en posibilidades reales. Hay que evitar, pues, la tentación del menosprecio hidalgo por la denostada Europa de los mercaderes; los acuerdos sobre los contingentes del vino o la merluza son la base más sólida para la recreación, convenientemente revisada, de una idea cultural y política de Europa cuyos orígenes aquí se ha intentado indicar. En los últimos 30 años, hechos como el crecimiento de los mercados transnacionales y la descolonización (que atenúa la rivalidad entre metrópolis) han sido factores devisivos para la virtualidad del federalismo continental.
El escaso papel desempeñado por España en todo este proceso no puede ser compensado con alusiones retóricas y satisfechas a una supuesta vocación europea precoz. La que algunos españolistas rancios atribuyen a la monarchia universalis de Carlos I y Felipe II, por ejemplo, poco tiene que ver con los valores del pensamiento europeísta actual; la idea moderna de Europa se configuró precisamente por descomposición del intento hispánico de construir un imperio universal (euro-americano) a partir de una monarquía católica de quebrantada base feudal. Pero tampoco resultan muy relevantes, pongamos por caso, las referencias a una hipotética europeidad diferencial de Cataluña, ingénita desde la Marca hispánica de un imperio carolingio con capital en Aquisgrán. La actual delectación periférica en los parvos lustres solariegos más bien pone en duda la solidez de base de aquella antigua imagen de apertura y avanzada relativas, surgida en confrontación con un centro que habría perdido el tren transpirenaico.
En los diversos ámbitos culturales y políticos al sur de los Pirineos continúa predominando, en verdad, una marcada tendencia a la introspección. Ante esta herencia, cabe pensar en la carga revulsiva que puede tener, por ejemplo, la reconstrucción de las Internacionales que está teniendo lugar en tomo al Parlamento Europeo en relación con los reflejos patrióticos con que en España se suele condenar todavía cualquier colaboración política extranjera. O en el efecto que induciría una inserción del latente federalismo del Estado de las autonomías en un federalismo europeo que supone disminuir por principio la trascendencia política de toda delimitación nacional.
En realidad, no caben autocomplacencias ni siquiera instalándose en el moderno, y ya vetusto, entramado cultural europeo. Lejos de la feliz conciencia eurocéntrica de la época de los viejos colonialismos, la idea de Europa resurge hoy en un ambiente intelectual aún más laico y escéptico que el del siglo XVIII. Europa es concebida, sin embargo, de nuevo, como un factor de paz y de cooperación económica, pero esta vez a contrapié de las potencias hegemonistas. Los más recientes impulsos de unión europea han sido estimulados, de hecho, por una creciente sensación de vivir en el campo de batalla predilecto de una eventual tercera guerra mundial y de decadencia económica relativa ante las innovaciones tecnológicas de Estados Unidos y Japón (esos Zeus "raptores de Europa", como diría Luis Díez del Corral). La mundialización de todo tipo de relaciones impone, en cierto modo, una vuelta al cosmopolitismo con que ya los ilustrados habían pergeñado su idea de Europa, víctima del reduccionismo nacionalista posterior. Como en los tiempos de Voltaire, Europa requiere un nuevo esprit crítico y creador.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.