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Tribuna:La arboleda perdida
Tribuna
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París-Chagall

Chagall murió a finales del pasado mes de marzo, a los 97 años. Picasso tenía 91 cuando murió, en abril de 1973, unos días antes de inaugurarse su segunda y última exposición en el castillo de los Papas de Aviñón. Quiere decir esto que Chagall le superó en media docena de años. Picasso no amaba mucho a Chagall. Su gran admiración era Matisse, con quien intercambiaba cuadros y dibujos. Picasso era divertido, agudo e inesperado, sorprendente en casi todo momento. Chagall, en cambio, era más gracioso, más teatral, lleno de mímicos ademanes, un verdadero gran actor ruso.Poco después de estrenado en Madrid mi Fermín Galán, que le valió a la muy grande y valiente actriz Margarita Xirgu una blanquísima bofetada de una elegante señora que descendió de su lujoso carruaje en el paseo de coches del Retiro, yo me iba a París, pensionado por la Junta para Ampliación de Estudios, con el fin de estudiar las nuevas tendencias del teatro europeo. ¡Oh, París! ¡El sueño fijo, la absesión permanente de tantos pintores, sobre todo; imprescindible meta de los latinoamericanos, ricos argentinos en especial! ¡Noches en los viejos cafés, como Le Deux Magot, en donde tenían instalado su subversivo trono los surrealistas, o el café Flore, por el que solía caer con frecuencia, acompañado de su elegante y extraño perro afgano, Picasso, atracción de muchos pintores españoles, como Manolo Ángeles Ortiz, Francisco Bores, Hernando Viñes, visitado a veces por Braque y el escultor cubista Laurens ... ! Aunque creo que ya la amistad entre Salvador Dalí y Luis Buñuel había concluido, todavía se escuchaban los ecos apasionados y batalladores de Un chien andalou y L`Age d'or. Las vanguardias, después de haber hervido casi a compás, se dividían y subdividían, partidas por la espada tajante de las ideologías políticas.

Con quien inauguré una relación tierna y perdurable fue con Miguel Ángel Asturías,El comunismo había estallado ya, y entre los ecos del no lejano suicidio de Maiakovski se escuchaban poemas de Paul Eluard y el grito violento, arrebatado, de Louis Aragon. A Eluard le había conocido yo, creo que vendiendo L'Humanité, a la entrada de la gran Exposición Colonial que se celebraba aquel año en París. Algo después, afiancé mi amistad con Aragon cuando le encontré en Moscú, en casa de Lilí Brik, la compañera de Maiakovski, durante el I Congreso de Escritores Soviéticos. Con quien inauguré una relación tierna y perdurable fue con Miguel Ángel Asturias, ya autor de Leyendas de Guatemala, traducidas al francés por Paul Valéry. Nos reuníamos en el café Víctor Hugo. Arturo Uslar Pietri, venezolano, que acababa de publicar uno de sus mejores libros, Las lanzas coloradas, también asistía a nuestras reuniones, al lado del extraño cubano-franco-ruso Alejo Carpentier, gran musicólogo, que escondía aún todo lo gran novelista que llegaría a ser después de la revolución cubana. En aquellos días era secretario de una rica escritora argentina, Elvira de Alvear, que dirigía una revista titulada Imán y quiso ser editora de Residencia en la tierra, que yo había intentado publicar en España, pero sin ningún éxito. Le hablé de la pésima situación económica de Pablo Neruda, cónsul de Chile en Indonesia.

'Era la época en que por la pintura de Chagall se paseaban de preferencia las vacas...'Pablo necesitaba urgentemente algún adelanto por su libro. Yo mismo fui con Alejo Carpentier a poner al poeta el cable anunciador: 5.000 francos. Cuando años más tarde encontré a Neruda, ya cónsul en España, me dijo que el cable sí lo había recibido, pero que el dinero jamás. Elvira de Alvear era una simpática algo perturbada. Cuando no quería atender a una persona, delante de ella se taponaba los oídos con algodón y fingía escucharla atentamente. Durante una gran fiesta en su casa, todos los invitados vimos luchar, en medio de un salón, una mangosta contra una serpiente, saliendo vencedora la mangosta. Elvira fue quien me presentó a Vicente Huidobro, gran poeta, sí, pero de una inmensa vanidad, rayana casi en lo grotesco. Cuando en el año 1937 vino a España para el Congreso de Escritores por la Paz, quiso en Madrid visitar algún frente. Pablo Neruda y yo inventamos esta copla, que se le hizo llegar, diciéndole que los soldados la cantaban con alborozo en las trincheras: Ya llegó nuestro Vicente, / ganaremos la batalla, / que es el hombre más valiente / por donde quiera que vaya.

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Alguna vez venía a nuestra tertulia el poeta Henri Michaux, no muy conocido entonces, pero estimadísimo de Jules Supervielle, quien me lo había presentado en su casa, enamorado hasta el éxtasis de una de las bellas hijas del gran poeta franco-uruguayo. Como Lautréamont y Laforgue, Jules Supervielle había nacido también en Montevideo. Entre las hojas de esta Arboleda perdida se moverá más adelante el aire lírico de este gran poeta y entrañable amigo, del que traduje, con Manuel Altolaguirre, muchos de sus poemas, cuando pasamos todo un verano en su casa de la isla mediterránea de Port-Cros. Ahora, sólo aquí, líneas más abajo, voy a entrar con él en el jardín y estudio del pintor Marc Chagall, en el elegante barrio de Auteuil. Era la época en que por la pintura de Chagall se paseaban de preferencia las vacas, subidas a los tejados, entre los novios voladores, los ramos floridos, los violinistas pordioseros, todo aquel mundo de prodigiosa fábula, envuelto por neblinas azuladas y rosas, lleno del encanto ingenuo, popular, de una honda melancolía rusohebrea. Aquella visita, la única que hice a Chagall en toda mi vida, se me escribió y dejé así grabada en mi memoria.

'Hay que desengañarlo, hay que decírselo muy claro: él tambiéne s una vaca '

Cuando, acompañado por el poeta Jules Supervielle, entré en la casa del pintor Marc Chagall, vimos que era una vaca quien nos había abierto la puerta. Ya dentro, vacas por todas partes: sobre los armarios, sobre las mesas, sobre las sillas, sobre los libros...

-Pero su estudio, Chagall, es más bien un establo.

Y pensé, de pronto, que él se creería más pastor que pintor. Pero no, hay que desengañarlo, hay que decírselo muy claro: él también es una vaca. Rarísima, pero una vaca. Una de esas vacas que el poeta y ganadero Fernando Villalón hubiera adquirido a cambio de una isla, un olivar o un pico de montaña: con los ojos verdes, luminosos, capaz de dar a luz toda una raza de toros andaluces con pupilas de estrella.

-Hay que amar a las vacas, nos dice Chagall alargando el hocico, sin duda porque su madre abrevaba en algún río, y su abuela, por parte de la misma, había sido una hermosa cornúpeta, robada por los rusos a unos mercaderes kiguises. Hay que quererlas mucho. Para mí, el universo entero está poblado de ellas. Miren, si por la noche abro una ventana, las veo sobre los tejados vecinos, paciendo la fina yerba que ha hecho brotar al borde el agua corriente de los canales. La luna congelada de Rusia está llena de vacas. De los establos humildes y nevados ascienden en manadas, camino de la vía láctea y los luceros. En una aldea del Cáucaso, dos novios que dormían fueron raptados por una y ascendidos hasta más allá de las nubes. Era una vaca azul manchada de blanco y con los cuernos en forma de herradura. Hasta las vacas me persiguen en sueños. He visto una saliendo por una chimenea. Otra dentro de un ascensor, otra almorzando tranquilamente a la puerta de un restaurante de los Campos Elíseos... Sí, vacas por todas partes. No existen personas en el mundo. Sólo vacas. Usted es una, su amiga otra, yo otra. Supervielle otra, mi hija otra... Efectivamente, en aquel mismo instante, una preciosa vaca de ojos verdes se bajaba de un Ford y llegaba a nosotros, atravesando el jardín. ¡Muuu!, dije yo, dándole la mano. Ella mugió también. Y todos los demás hicieron lo mismo con tristeza. Bajo un árbol, sobre una mesa de tapete amarillo, nos esperaba el té. Yo me miré varias veces, melancólico, en el fondo de mi taza, admirado de mi cara vacuna, sumergida en el cielo redondo y desvaído de Auteuil. ¡He aquí recuperado mi bello ser natural! ¡He aquí nuevamente al poeta!, me dije. Supervielle, que ya de niño había sufrido en su sangre los primeros relámpagos vacunos, dedicando numerosos poemas al animal favorito de Chagall, reflejaba en sus ojos una nostalgia de pastos uruguayos. La hija del pintor, bella y ya totalmente desnuda en el jardín, se rozaba tiernamente con el hombro de su padre, convencida, sin duda, de que era un fuerte álamo situado a la orilla de un río. Yo, al mirar a Chagall, lo veía distante, allá en su época de chota sonrosada, espantando a las moscas de la siesta, bajo algún cielo calcinado de la Rusia del Sur.

Hablemos ahora de las bellas artes.

-Miren, aquel gato que viene llamó una noche a la verja. Entro. A la mañana siguiente habia cinco gatitos en el tercer escalón de la escalera. Mi hija le hizo una cama de plumas para que durmiera muy cómodo. Pero él prefiere las tejas rotas del jardín. Es un gato proletario.

-Yo jurarla que no es un gato, Chagall, sino una vaquita de azabache -le dije.

-Trae usted un pantalón blanco que juega muy bien con el azul de su chaqueta -me repondió.

-Amo mucho a las vacas. Les dedicaba poesías. Llegaron a llamarme "el poeta de las vacas", parece que agregó entonces Jules Supervielle.

-Vacas, vacas, vacas, nada más que vacas.

-Sí, es verdad.

-Vacas.

'Las vacas de Chagall están llenas de humanidad y sabiduría'

Callamos. Muestra conversación sobre las bellas artes había concluido.

-Adiós.

Ya por los bulevares, solo, mientras caminaba extrañado de que siendo una vaca me dejasen andar por las aceras, iba pensando que me había olvidado decirle a Supervielle que las vacas de Chagall están llenas de humanidad y sabiduría, por saber del cielo, de la luna y de las estrellas, porque han descendido por las vertientes luminosas u oscuras, verdes o secas de nuestro ser, porque no ignoran lo que tiembla en el Norte, en el Sur, en el Este y en el Oeste, porque nos hablan en el sueño con una tristeza cabeceante de barca abandonada.

Una vez, de espaldas a Picasso, pasados ya más de 40 años, intenté visitar a Marc Chagall en su villa de Saint-Paul de Vence. Recorrí en auto un inmenso parque de pinares. Pero no pude verlo. No estaba. Me fui. Mi segunda visita no se pudo cumplir. Ni ya se podrá cumplir nunca.

Tal vez Chagall ahora se halle soñando por algunos pastizales del cielo, despertando a los largos mugidos de las vacas, que para él serían como el clarinear de los gallos del amanecer.

Copyright Rafael Alberti.

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