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Nunca digas nunca jamás

¿Es posible estar a punto de ganar una guerra y no saberlo? ¿Es posible estar a punto de perder una guerra e ignorarlo? A comienzos de 1975 las fuerzas del comunismo vietnamita tenían la derrota de Saigón al alcance de la mano y lo desconocían; el Gobierno de Vietnam del Sur se estaba quedando sin ejército y no lo sospechaba; y el Departamento de Estado norteamericano creía que la situación de tablas podía mantenerse indefinidamente. El 30 de abril de ese año las fuerzas norvietnamitas y del Vietcong conquistaban la capital del Sur demostrando que todos habían errado en sus cálculos.En diciembre de 1974 se iniciaba la ofensiva comunista, que esperaba madurar a fines de 1976 sin que siquiera para entonces se pensara en la victoria total. A comienzos de marzo de 1975 se decidía el ataque sobre Ban Me Thuot, gozne entre la altiplanicie central y el delta del Mekong, del que los franceses habían dicho que quien lo poseyera tendría todo el Vietnam central, antesala para atacar el delta. El día 11 la operación Loto floreciente expulsaba a los survietnamitas de la ciudad. En la tercera semana de abril Hanoi osaba arriesgarse a vencer, fiando en la pasividad norteamericana ante la caída de Phnom Penh el día 17, y Tran Vien Dung, el arquitecto de la ofensiva victoriosa, tan sólo aspiraba a ganar la guerra adelantándose a la llegada de los monzones en junio. A unas semanas de la derrota, los survietnamitas esperaban conseguir del Congreso el apoyo militar que les permitiera salvar Saigón negociando una nueva partición del país; los analistas de la CIA se convencían de que los comunistas preferían la formación de un Gobierno títere a la victoria militar; el embajador norteamericano, Graham Martin, creía, junto con el secretario de Estado, Henry Kissinger, en la negociación con los comunistas a unas horas del desastre; y, finalmente, la oposición neutralista en Saigón pretendía ganar la paz elevando a Duong Van Minh a la presidencia dos días antes de la toma de la capital.

Por todo ello, el choque de la derrota provocaría una espiral de interrogaciones angustiadas en los Estados Mayores de la política norteamericana. ¿Seguiría siendo EE UU uno de los dos cíclopes del mundo después de haber perdido la cara en Vietnam? ¿Causaría la pérdida de Saigón el desplome inevitable de los restantes dominás del Sureste asiático? ¿Qué era, entonces, Vietnam: Flandes o una noche triste a la que siguiera un nuevo Otumba?

Diez años después está claro lo que podía dudar en su momento el presidente Ford, sucesor de Nixon, Watergate mediante, en la herencia de la derrota. El poderío norteamericano es sustancialmente idéntico ahora que en la última madrugada de Saigón; la teoría del containment, acuñada tras la II Guerra Mundial para cerrar el paso a la URSS, no se aplica a las junglas de Indochina, y los dominós limítrofes en lugar de caer ante el empuje vietnamita se han consolidado frente a un Estado que difícilmente digiere su protectorado camboyano y su improductivo control remoto sobre Laos. Muy al contrario, la hegemonía de Ciudad Ho Chi Minh -nuevo nombre de Saigón- ha soliviantado a Pekín hasta el punto de que China es la mejor garantía de que han concluido por tiempo previsible las conquistas vietnamitas; Filipinas está llena de problemas interiores, pero no como consecuencia de tener una nueva frontera ante sus costas; Tailandia sigue una larga marcha hacia algún tipo de democracia limitada en parte como respuesta a su vecindad con el mundo comunista; y Birmania continúa ensimismada en sus variadas guerras civiles indiferente a lo que pasa en los campos de Indochina. Más aún, la URSS ha adquirido a cambio de una base naval en Cam Ranh, que sería insostenible frente a la fuerza naval del Pacífico norteamericano, un far-

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do económico de proporciones cubanas en la ayuda a un aliado destrozado por la nueva guerra de los treinta años.

Es posible decir que, liberado del costo tanto humano, psicológico, como económico y militar de la defensa del limes de Indochina, EE UU es más fuerte hoy que hace 10 años. ¿Sería entonces Vietnam un simple error, de consecuencias apenas secundarias en el gran juego de las potencias? ¿Sólo la tierra selenizada por las bombas, y un pueblo masacrado por dirigentes propios y extraños habrá pagado el inmenso error americano?

En absoluto. Vietnam no fue Flandes, pero tampoco una noche triste de la que sea fácil despertar. Vietnam es hoy un elemento inamovible de la política exterior americana. No simplemente un síndrome, sino un hecho material. Una gran democracia como la americana sólo puede acometer aquellas empresas para las que quepa esperar un grado razonable de apoyo de la opinión por un tiempo presumiblemente sostenido que permita garantizar la victoria a un costo moral y político soportable.

Por eso el presidente Reagan es Ronald Reagan más Vietnam, y la operación de Granada, presentada en ocasiones como un primer pago de la hipoteca vietnamita, parece más bien la confirmación de todo lo que hoy no puede pretender un presidente americano. Se invade la isla caribeña no para tentar las aguas que conduzcan un día a las costas sandinistas, sino porque no se puede hacer tan largo viaje con un Vietnam a las espaldas.

No significa eso que el presidente republicano se resigne, a que Vietnam sea eternamente la coraza que, mejor que toda la ayuda soviética y el coraje de la revolución amurallada, impida la operación en gran escala contra los comandantes de Managua. El conflicto de Ronald Reagan con el poder legislativo, engañosamente desbrozado por la disputa en torno a 14 miserables millones de dólares en ayuda humanitaria o despiadada a la guerrilla antisandinista, puede ser la primera escaramuza de una batalla política y psicológica por establecer una nueva legitimidad con la que acometer operaciones exteriores del tipo Vietnam.

El presidente Johnson anegó a EE UU en una guerra lejana con apenas un velo de cobertura legal en el Congreso: La resolución del golfo del Tonkín por la que se le autorizaba a repeler cualquier agresión o daño para la presencia militar americana en la zona. De ahí se pasó a repeler desde los cielos todo lo que Hanoi tuviera a la vista para hacer la guerra a los invasores del otro lado del Pacífico. Esa ocupación de las competencias del Congreso le sería airadamente reprochada al presidente demócrata cuando la opinión retirara su apoyo a la aventura de Indochina.

De esta forma, la encarnación del hecho Vietnam en el rescate de unas competencias por el Congreso norteamericano es el tortuoso camino que ha de recorrer cualquier futura Administración en Washington para defender las fronteras de su patio trasero en la cinta de tierra centroamericana. No son, por tanto, los contras lo que importa. Con aprobación o no del Congreso apabullan los medios que tiene cualquier presidente americano de hacer llegar una ayuda suficiente y militar a los guerrilleros que grotescamente ha comparado a los voluntarios de Bolívar; lo que votan congresistas y disputa el presidente americano es la conjuración de un fantasma: el derecho de Reagan y, quizá, de sus sucesores a fabricarse sus propios Vietnam.

Cuando hace 15 o 20 años los imaginativos revolucionarios de la generación del Che hablaban de crear a EE UU uno y cien Vietnam, se equivocaban. La lucha vietnamita lo que hizo fue negar a la política exterior norteamericana el lujo de riesgos parecidos. El primer Vietnam negó la vez al sueño del foquismo. Y hoy el favor plagado de limitaciones que los guerreros vietnamitas le hicieron a la política mundial de Washington, trata de deshacerlo un presidente republicano.

Un ilustre antecesor de Reagan, el genial y equivocado presidente Nixon, ha publicado apenas hace unas semanas un interesado testamento sobre su guerra de Vietnam. La obra se resume en un solo titular: No puede haber ningún otro Vietnam, pero Nixón cualifica la declaración añadiendo que lo que no debe haber es una nueva noche como la de Saigón; es decir, una derrota, nunca jamás.

Las circunstancias de Nicaragua no son hoy comparables a las de Vietnam hace 10 años. El país centroamericano no tendría fronteras tras de las que buscar santuario, sino que estaría envuelto en una raya hostil; la URSS no podría ni querría sostener a los sandinistas como hizo con los vietnamitas; ni habría China amiga en la vecindad. Nicaragua no puede, por tanto, garantizar esa derrota. Queda, por tanto, que sean el propio EE UU, su opinión y su Congreso, quienes hagan imposible un nuevo Vietnam, de la misma forma que pusieron fin al que vivió su último momento de hostilidades hoy hace 10 años. A las 7.53, hora local, a 30 de abril de 1975, el último marine era evacuado en helicóptero de la azotea de la. Embajada de EE UU en Saigón. Por una larga avenida de bulevares al otro extremo de la ciudad. una unidad de tanques norvietnamitas consumaba la gran tragedia americana.

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