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Ante la visita de Reagan al Viejo Continente

Washington identifica a Europa, con el pasado, y al Pacífico, con el futuro

Francisco G. Basterra

Los diplomáticos que, en el sexto piso del Departamento de Estado, se ocupan de los asuntos europeos en Washington aseguran que Estados Unidos no tiene por qué escoger entre el Pacífico y Europa. "Somos un país continente abierto a dos océanos, el Atlántico y el Pacífico, y, por tanto, con dos compromisos". Aunque no hace falta vivir mucho tiempo en Estados Unidos para entender que el Pacífico es la tierra de la oportunidad para este país, mientras que Europa es el pasado, la vieja familia con la que se mantienen relaciones históricas y culturales y a la que hay que seguir defendiendo, pero que no ofrece ya estímulos innovadores: "El próximo siglo será el siglo del Pacífico, y ya ha comenzado", afirma el embajador de Estados Unidos en Japón, Mike Mansfield. El comercio con el Pacífico es superior al realizado con Europa. Sin embargo, Jacques Delors, presidente de la Comisión de la CEE, advirtió esta semana en Washington que "Europa no debe ser descartada".

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El Pacífico puede ser el futuro en 15 años, pero hoy es erróneo afirmar que Estados Unidos está cambiando el centro de gravedad de su política desde Europa a la cuenca del Pacífico, afirman diplomáticos y académicos consultados por EL PAÍS. "Europa sigue siendo el centro de la política exterior norteamericana", asegura el profesor Simon Serfaty, especialista en relaciones trasatlánticas de la escuela de relaciones internacionales Johns Hopkins. Para Serfaty sería más correcto decir que lo que ocurre es que Estados Unidos "se está desenganchando del mundo y replegándose sobre sí mismo: no sólo hay una cierta pérdida de interés por Europa, sino también por otras regiones, como Oriente Próximo, o Latinoamérica"."Lo pasajero era el compromiso mundial que tenía EE UU en los años cincuenta o sesenta. Hoy se vuelve a la tendencia más constante de la política exterior norteamericana, de repliegue, a la que no calificaría de aislacionismo", explica Serfaty. Para este profesor, esto es evidente desde la caída de Richard Nixon, y es un movimiento que se explica por los problemas sufridos por esta sociedad en los años sesenta y a comienzos de los setenta, sobre todo en Vietnam.

No se oye hablar mucho de Europa en EE UU, salvo accidentes, catástrofes o cuestiones relacionadas con la defensa. La ampliación del Mercado Común a 12 miembros, con el próximo ingreso de España y Portugal, mereció escasa atención en la prensa norteamericana, que resaltó que la CEE se convertía en un mercado de más de 300 millones de personas y, por tanto, suponía una fuerte competencia para Estados Unidos.

El prestigioso The New York Times, por error, hablaba del rey Juan Carlos II.

El desconocimiento profundo de la realidad europea por parte de los norteamericanos es un hecho demostrable, pero se compensa con un similar desconocimiento de esta sociedad por los europeos. Un sangriento ejemplo de lo primero lo ofreció recientemente una, redactora de The Washington Post al preguntar ante periodistas alemanes y españoles si Bélgica formaba parte de la República Federal de Alemania. Un colega de la RFA se limitó a responderle, sin perder la calma, que esto es lo que pretendió y consiguió durante algún tiempo Adolf Hitler, pero que las cosas habían cambiado algo.

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"Pero no se habla mucho de Europa porque las relaciones son buenas", dice Simon Serfaty. "Los países europeos son estables, no hay peligro de que los comunistas entren en el Gobierno italiano y las democracias en Portugal y Espaft.a no están amenazadas. El pacifismo no está en auge y no hay un debate militar agudo, como el que se produjo con el despliegue de los euromisiles, aunque algo similar pueda estar incubándose con la Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI) de Reagan. Existen problemas monetarios y comerciales con los aliados, pero Estados Unidos confía en poder manejarlos".

El intento de abandonar el papel de policía universal tiene una traducción concreta en el caso de Europa. Existe una frustración real en el Congreso y en la opinión pública en general por lo que se considera una incomprensión de los aliados de la OTAN por algunas posiciones defensivas y estratégicas de EE UU. Esta frustración se refleja en la reiterada queja de que Europa no está haciendo lo suficiente por asegurar su propia defensa, descargando la carga económica de la misma en Washington.

Esta actitud explica que el senador demócrata San Nunn estuviera a punto de conseguir el pasado año que se aprobara la progresiva reducción de tropas estadounidenses en Europa si los aliados no aumentaban su esfuerzo defensivo.

Para Serfaty, se trata simplemente de un ajuste normal de intereses que debe hacerse porque Europa ya no es tan débil como era y Estados Unidos no es tan dominante como lo fue tras la II Guerra Mundial. Desde este lado del Atlántico se entiende mal que la percepción que puede haber en Europa sobre el peligro que supone la URSS sea distinta y menos acusada, en algunos casos, que la del presidente Reagan. Lo mismo cabe decir del tema centroamericano. La Administración estadounidense no actúa a veces con la necesaria prudencia y tacto a la hora de vender sus ideas a sus aliados.

Un ejemplo reciente es el caso de la guerra de las galaxias, cuando el secretario de Defensa, Caspar Weinberger, dio un ultimátum de 60 días a los aliados para que se subieran al carro de la SDI. Las razonables dudas sobre este proyecto de línea Maginot en el espacio, suscitadas por amigos tan sólidos como Gran Bretaña, fueron respondidas con un airado desprecio por altos funcionarios de Washington. Un prominente miembro del Gobierno, comentando las dudas francesas sobre la oferta de Estados Unidos de compartir la investigación de la SDI, afirmó que "Francia no se vende, pero sí se alquila". A pesar de esta actitud de desprecio, aquí se entiende que la idea de Mitterrand de conjuntar los esfuerzos europeos para investigar las tecnologías de punta es el camino que debe escoger Europa si quiere disminuir el gap que le separa de Estados Unidos o Japón.

El citado informe Hudson sobre Europa y el mundo afirma que "una especie de esquizofrenia política parece haberse apoderado de los europeos occidentales: el constante miedo de que los americanos dejen de ser fiables en tiempos de crisis, negándose a arriesgar Washington por Bonn o París, que ha aumentado con la pérdida de la supremacía nuclear norteamericana, y el miedo más reciente de que si fracasa la disuasión una guerra nuclear puede ser luchada exclusivamente en suelo europeo".

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