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Viaje a Londres

El avión despegó con una cierta brusquedad y algunas mujeres sintieron que la boca del estómago se les abría desmesuradamente. La tensión nerviosa acrecentaba la sensación de agujero. Muchas se aferraron al brazo del sillón en busca de seguridad. Fue sólo un momento. El avión recobró pronto su línea de estabilidad. En cada frente del heterogéneo grupo femenino había un solo pensamiento fijo alrededor del cual revoloteaba la ansiedad.Cien mujeres a 70.000 pesetas hacían un total de siete millones de pesetas. Cien mujeres a 70.000 multiplicado por 24 viajes al año hacían un total de 168 millones de pesetas. El delegado de la organización que había preparado el vuelo charter a Londres sonrió levemente mientras daba un sorbo al vaso de whisky. Sacó la cabeza al pasillo y contempló el ramillete de damas y señoritas de la expedición de esa quincena. Una más. En los rostros se reflejaba una tristeza expectante. Aquello no era una excursión turística, pero él ya estaba acostumbrado a la tensión ambiental, a las sonrisas forzadas, a algún tímido tartamudeo. Era evidente que aquellas mujeres estaban bien educadas y sabían dominarse. Claro que no todas eran hijas de banquero; a algunas, reunir 100.000 pesetas les había costado un gran esfuerzo, quedarse sin ahorros, pedir un préstamo en la empresa donde trabajaban como secretarias.

El delegado fue repasando aquellas expresiones más bien heladas. La de la izquierda estaba de tres meses (cuota: 25.000 pesetas); la de enfrente no cumpliría ya los cuatro meses (cuota: 30.000 pesetas). Esos ingleses eran muy serios en sus compromisos. Ni una sola queja en más de tres años de relaciones comerciales. Lo que llevaba aquella rubita en su interior, ¿qué era, una simple spes hóminis o ya un titular de derechos fundamentales? Al delegado le gustaba hacerse estas preguntas, sentado en la última fila de butacas del avión. Por pasar el rato, sin mala intención. También se divertía clasificando a las mujeres: ésta, aborto ético; la otra, terapéutico; la de más allá, por motivos sociales. No es que se mofara de una cosa así, librárale Dios. Para nadie resultaba un plato de gusto el aborto, no había más que ver los rasgos tirantes de las señoras, pero la necesidad es la necesidad. Él no entraba en disquisiciones, dura lex sed lex, y él, a callar. Es más, en su interior estaba plenamente de acuerdo con la Iglesia y con Alianza Popular, pero en la vida una cosa es la teoría y otra la práctica. La vida a veces es cínica, quién lo puede negar: la ley estaba hecha para penalizar a las casi 300.000 desgraciadas, en el buen sentido de la palabra, que tenían que abortar en España, sabe Dios en qué condiciones. No era una ley para las viajeras a Londres, donde todo era diferente: allí había higiene, discreción, seguridad. Él no era clasista, pero la realidad de la vida imponía que, en medio de la débâcle, unas se salvaran y otras no. Las 100 mujeres del avión gozaban de la prerrogativa de evitar problemas con la salud y con la justicia. En el fondo, para lo que se jugaban, 70.000 pesetas era una ganga.

Pidió otro whisky y suspiró comprensivo. ¡Qué preguntas! Desde luego, si su hija se viera un día involucrada en un turbio asunto, Dios no lo quisiera, tan joven todavía, cogería el primer avión para Londres. No es una cuestión de ser consecuente o no, sino de que la vida es así. Es lo mismo que lo de algunos políticos de izquierda, defensores acérrimos de la escuela pública, que luego llevaban a sus hijos a exclusivos colegios ingleses o a carísimos colegios privados (bilingües) en España. Él lo entendía: a los hijos hay que darles lo mejor; ojalá todo el mundo pudiera estudiar en esos colegios; ojalá todas las mujeres que quisieran pudieran abortar en Londres. Pero la vida es así.

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En el avión, las damas cogían las revistas del corazón, las

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abrían, las cerraban, las depositaban en sus regazos. Algunas privilegiadas conseguían dormitar.

El delegado encendió un nuevo cigarrillo. ¡Jodío nasciturus, y cuánto estaba dando que hablar! No le quería faltar al respeto a una cosa tan sagrada, pero ese nombre de nasciturus siempre le había hecho gracia. Igual que el paso de la aduana en Heathrow; más de una vez había tenido que aguantarse la risa. La verdad es que era un tipo bastante ingenioso. Se le ocurría pensar que el aduanero inglés pedía a la embarazada el pasaporte del nasciturus. "El nasciturus no tiene nacionalidad y, por tanto, no necesita pasaporte", respondía la dama en cuestión, con la lección bien aprendida. "Con todos mis respectos, lady, pero si no tiene nacionalidad es apátrida y precisa cuando menos un pasaporte Nansen", apostillaba el funcionario ajustándose a algún regla mento. "Pero, señor, ¿qué me dice?, ¿es que en Inglaterra el nasciturus es titular de derechos fundamentales?", diría la señora, al borde de las lágrimas. Entonces intervendría el delegado para sentenciar con razón que el nasciturus no necesitaba pasaporte, puesto que no podía ser fotografiado, y sin foto ni registro civil no puede haber pasaporte.

"Eres un salvaje, pero tienes gracia", se decía jactancioso el delegado, ajustándose el nudo de la corbata. No, en serio, él estaba de acuerdo con la Iglesia y con Alianza Popular: el aborto es insostenible, debe ser castigado en España, básicamente porque desde el momento de la fecundación del óvulo aparece un nuevo ser que está vivo, que es humano. En esta tesis, ¿por qué no confesarlo?, estaba la base del negocio de su organización, business is business. Esos socialistas y su despenalización podían suponerle un grave quebranto económico. No sería catastrófico, pues las chicas pudientes seguirían yendo a Londres, y además es bien sabido que sólo cuatro de cada 100 mujeres abortan por alguna de las tres causas admitidas en la ley socialista. Afortunadamente, el Gobierno es moderado y no se lanza a aventuras peligrosas, como sería una ley realista e igualitaria. Pero, a pesar de todo, la despenalización podía hacer bajar la facturación bruta de su negocio (bruta, ¿eh?) de 168 millones a 120. No, esa despenalización es inaceptable, el naseiturus en España está por encima de todo.

El avión descendió suavemente sobre Heathrow. Vino el desembarco ordenado. El colectivo femenino caminaba agrupado, la cabeza gacha, igual que ovejitas. Sintió una gran ternura por aquella gente, casi como si fueran hijas suyas. Sabía lo que estaban pasando por dentro, pero también sabía que al cabo de 48 horas volverían a su país en el mismo avión con un sentimiento de alivio, no exento de una tristeza pasajera. Fueron atravesando la aduana. El delegado rechazó de su mente la consabida fraseología sobre el nasciturus sin nacionalidad, por muy gracioso que fuera.

Aquel día no había comprado el periódico. Se acercó al quiosco y el titular le tembló en los ojos: "La ley del Gobierno socialista para despenalizar el aborto, declarada inconstitucional". No pudo reprimir un cosquilleo de sastisfacción. Apretó los puños reafirmándose en sus convicciones: "Sí, señor, el nasciturus está por encima de todo". Luego blandió el periódico por sobre su cabeza señalando a la manada de damas españolas la salida. Exactamente el mismo gesto de la foto del periódico en que se veía a un diputado de Alianza Popular blandiendo feliz y amenazador el texto de la sentencia del Tribunal Constitucional.

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