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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Los derechos humanos en Perú

Las violaciones de los derechos humanos ocurridas en Perú durante los últimos tres años ya han dado la vuelta al mundo. Desde la carta de Amnesty International al presidente Belaúnde a mediados de 1983 -que, según su propia expresión, fue arrojada a la papelera- hasta el reciente informe del Departamento de Estado al Congreso de Estados Unidos, pasando por el excelente reportaje de Americas Watch del año pasado, todas las evidencias muestran un mismo y terrible cuadro.En forma creciente, la opinión pública internacional se ha ido enterando de que en Perú se tortura rutinariamente a todo detenido en enfrentamientos anunciados por comunicados oficiales donde no se indican prisioneros ni se reconocen bajas de este lado; que a partir de julio de 1984 se han descubierto varias fosas comunes con decenas de cadáveres, incluyendo los de ciudadanos detenidos por uniformados, según testigos; que, en fin, másde mil casos de detenciones-desapariciones han sido denunciados ante las fiscalías provinciales de la zona de emergencia, en la sierra sur del país.

Impunidad

Algunos de los más escandalosos casos de violaciones de derechos humanos han sido objeto de una detallada información periodística: así ocurrió con la matanza de Soccos, perpetrada por gentes de la Guardia Civil y con el fusilamiento de los evangelistas de Huanta, ejecutados por un pelotón de la Infanteria de Marina.

Todavía más. En el caso de las fosas comunes descubiertas en Pucayacu, el delito no sólo ha sido denunciado por organismos internacionales y ha sido objeto de cobertura periodística. La Fiscalía de la nación ha denunciado, ante el juez a un oficial de la Marina como presunto responsable de estas matanzas.

Los peruanos hemos empezado a darnos cuenta de que, lamentablemente, en nuestro país las instituciones no tienen la fuerza y la solidez necesarias como para sancionar a los responsables de las atrocidades que todos conocemos, gracias a la existencia de una Prensa libre. El juez que investiga la matanza de Soccos ha concluido la investigación de enero y "no encuentra responsabilidad" en los procesados. Peor aún: los soldados que hace tres años sacaron de un hospital de Ayacucho a tres detenidos y los ametrallaron en la calle ante médicos y enfermeras impotentes, no han sido detenidos ni, por cierto, sancionados. Ni un solo oficial o soldado ha sido penado por una falta o un delito cometidos durante la lucha antisubversiva.

Es muy saludable que este cuadro alarmante haya sido descrito, en lenguaje muy comedido, por el Departarnento de Estado en su informe anual sobre la situación de los derechos humanos en el mundo. Lo que es menos saludable es que en las fuentes autorizadas se comente que, dado que en el Perú y un nuevo Gobierno se instalará a finales de julio, la política norteamericana hacia el terrorismo de Estado instalado en ese país sea la de wait and see. Hasta ahora, la política de otros Gobiernos democráticos del mundo frente al Gobierno de Belaúnde en Perú ha sido excesivamente blanda. Dos hechos fueron utilizados como excusa para ello. Uno es la indudable ferocidad del terrorismo guerrillero de Sendero Luminoso. El otro es el origen democrático del Gobierno civil elegido en mayo de 1980.

Usar cualquiera de esos hechos como coartada del terrorismo de Estado es, un gravísimo error. Y es que la democracia tiene que demostrar su superioridad mediante el respeto de la ley y las normas debidas, incluso cuando se enfrenta a enemigos absolutamente indeseables como los senderistas. Si cabe, a una democracia hay que exigirle más que a una dictadura. Porque en su respeto a la ley, la democracia es puesta a una prueba que no superará con éxito si es que opta por eliminar sin juicio a cualquier presunto enemigo.

La excusa más reciente, que sugiere esperar hasta que el nuevo Gobierno defina su comportamiento en esta materia, es igualmente insostenible. Y corre el riesgo de crear un precedente: ¿por qué exigirle al nuevo Gobierno aquello que no se le exigió al anterior?

Hay otro indicador preocupante. Los aspirantes a la presidencia guardan un injustificable silencio con respecto a las atrocidades que se han cometido y se siguen cometiendo en la lucha antisubversiva.

Tanto Alan García, del triunfador Partido Aprista, de orientación socialdemócrata, como Luis Bedoya, el derrotado líder de la derecha, se han limitado a declaraciones de orden general sobre los derechos humanos. Incluso Luis Alva, a quien se señala como probable primer ministro de un gabinete aprista, ha contestado el más reciente y preciso informe de Amnesty International, requiriéndole a este prestigiadísimo organismo internacional pruebas que todos los peruanos conocemos de sobra. Y el candidato de la Izquierda Unida Alfonso Barrantes se ha limitado adecir que hay excesos cometidos por elementos de la policía; como si no estuviésemos frente a una estrategia antisubversiva de liquidación física de todo sospechoso, tomada en nefasta transferencia tecnológica por los militares peruanos de sus colegios argentinos. El silencio y las ambigüedades tienen una sola e inequívoca explicación: los candidatos temen contrariar a los militares, que son los responsables directos de las violaciones de derechos humanos ocurridas. Preocupados por la posibilidad de que una posición vigorosa de su parte, que anuncie juicios y sanciones para quienes hayan delinquido, podría estorbarles el camino al palacio del Gobierno o podría facilitar que los militares los arrojen luego de él, han optado por evadir el problema pese a su gravedad.

Lo que esto anuncia no es nada bueno. Porque si, siendo candidatos, nadie quiere irritar a los militares, siendo gobernantes probablemente ocurra lo que ya ocurrió con Belaúnde: una abdicación del poder civil.

Luis Pásara es abogado y periodista.

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