En la estética del cambio
José Luis Alonso no ha caído en la tentación de buscar lo que no hay o lo que no saldría. Incluso escapa a la rememoración del estreno de Armide en París: sitúa su reconstrucción en un teatro de corte, en un escenario-palacio, como un juego para largas tardes de otoño en una pequeña ciudad. Todo esto crea una estética -muy bien resuelta por Hugo de Ana como autor de la escenografía y los vestuarios-, donde sí encuentra algo que existe: la época de transición, la mezcla propia de lo neoclásico, el encuentro de viejos cascos y escudos refulgentes con peluquines y faldellines, el presentimiento del romanticismo. A los dos tiempos reflejados en la mezcla -el de la historia narrada y el de la representación- hay que añadir un tercero: lo que acepta hoy el público, lo que permiten los recursos de la luz. Con todo ello se defiende de las servidumbres intermínables de la ópera: cantantes que no son actores ni siquiera lo pretenden irrupciones del cuerpo de baile que no puede llegar nunca a tener la perfección de un ballet, apariciones del coro, servidores para ayudar a las mutaciones... El director de escena ha tratado de dar una valoración estética a una necesidad musical, y lo ha, conseguido, sobre todo en la segunda parte. Sin excluir las experimentaciones, los intentos de profiindización o de subrayado de texto y música que pueden hacer otros directores, esta inteligente, trabajada y elegante versión de José Luis Alonso es un modelo de cómo conservar lo que hay de posible en una ópera de hace 200 años y en una sítuación domo la que puede ofrecer hoy la temporada de Madrid.El público se lo agradeció vivamente: las mejores ovaciones de la noche -después de las que corresponden a Caballé- fueron para esta figura tan grata y tan querida del teatro -dentro o fuera de la ópera- que es Alonso; ovaciones en las que puede encontrarse también un reconocimiento de su labor como director artístico del teatro de la Zarzuela.
Babelia
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