La intensidad final de 'Armide'
La ópera Armida, con libro de Quinault y música de Gluck, fue estrenada anteayer en la temporada de ópera de la Zarzuela, con Montserrat Caballé como intérprete principal (véase la segunda edición de EL PAIS de ayer). La dirección escénica es de José Luis Alonso el coro lo dirige José Perera, la dirección musical es de Manfred Ramin, y la coreografía, del maestro Granero. Después de intermitentes enfermedades, con sus consecuentes suspensiones en distintos teatros, el público madrileño esperaba con expectación a Montserrat Caballé. Su presencia en escena fue acogida con una enorme ovación y el entusiasmo creció progresivamente a lo largo de la representación para culminar en los intensos momentos finales de Armida.Vimos y escuchamos a una Caballé en plenitud, dueña de una técnica dominadora y personal, con una voz fresca y turbadora y haciendo gala de una inteligencia soberana. Siempre me pareció gran tontería la frase: "Para cantar también hace falta tener voz". Lo ideal es, como en el caso de la Caballé, la suma de equilibrios perfectos: entre materia y talento, entre musicafidad y teatralidad, entre instinto y saber, entre larga experiencia y perduración de la juventud.
Actitud de estreno
Acostumbrados a ver en la Caballé una Norma, una Lucrecia, una Adriana, una Margarita, una Traviata o a todas las, heroínas de Strauss, su transfiguración en Armida, mapífica invención del reformador Gluck, situaba a la cantante y al público en actitud de estreno. No ha sido Gluck un autor favorecido en los medios españoles, entregados como estaban a las glorias del más puro italianismo. La Armida que llega, al Teatro de los Caños de Madrid. antes de acabar el XVIII es la de Zingarelli, y el mismo Antonio Safieri, devuelto a la actualidad gracias al cine, estrenó más que Gluck en España.Llegó Orfeo en 1799, pocos años después que Barcelona estrenara Alceste y casi al tiempo que Ifigenia in Tauride. Nuestro Teatro Real puso en escena durante los 75 años de su vida un solo título de Gluck, Orfeo y Eurídice. Mientras tanto, el mismísimo don Ramón de la Cruz se había empleado a fondo en las versiones castellanas de las óperas de Paccinni, el antagonista de Gluck, cuya Buona figliora, basada en Goldoni, recorre en triunfo los sitios reales antes de alcanzar Madrid, en donde se estrenó, con adiciones del célebre tonadillero Pablo Esteve, en 1770. Mal podía triunfar en la España italianizante el compositor capaz de asestar un rudo golpe a la hegemonía italiana desde Viena primero y desde París después para, al fin, dejar también honda huella en la Italia que había dado raíces al pensamiento de Gluck con la ópera de Monteverdi o con la melancolía de Puccini.
Todo esto, para aflorar, precisa de una artista inmensa, como es Montserrat Caballé, de una cantante / trágica de las que, en sentido ríguroso, hacen época. En torno a ella, un conjunto equilibrado (excelente, aún apretado en los agudos, el tenor finlandés Peter Lindroos) y de una doble rectoría tan identificada como la de José Luis Alonso en lo escénico y Manfred Ramin en lo musical.
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