Mis Semanas Santas
Los jóvenes de ahora -qué viejo resulta uno empezando así- no saben lo que era una Semana Santa española en los años de la posguerra. Cerrados cines, teatros y bares; cerrados cabarés y salas de fiesta, los españolitos paseábamos tristemente por las calles vacías e inhóspitas sin saber dónde meternos. Un año, un grupo de aspirantes a escritores lo hicimos en una aséptica lechería, y al poco rato, una señora de mediana edad intervino en nuestra conversación y aceptó sentarse con nosotros. Un ligue en Semana Santa es algo notable, pero si ese ligue lleva vestido negro y mantilla y a las cuatro de la tarde muestra una borrachera más que regular, la cosa no tiene desperdicio. Nos quedamos un largo rato fascinados escuchando a la buena dama divagar, entre el conocimiento y la duda, sobre la poesía y el arte, mezclando risas e hipos alcohólicos, y José García Nieto -¿te acuerdas?- nos dijo: "No os pongáis tan contentos pensando en cómo lo vais a contar mañana en el Gijón, porque no os lo va a creer nadie". Y así fue.In illo témpore estallaba la alegría el sábado llamado de Gloria, lo que representaba sólo dos días fuertes de penitencia, pero de pronto el Vaticano se sacó de la amplia manga otra liturgia, y ese sábado, en lugar de ser el de los estrenos y la eclosión del júbilo, se convirtió en la continuación del llanto mortuorio. Había que esperar al domingo para poder reír en público como a cantar en público y ver espectáculos frívolos... dentro de lo que permitía la censura, claro. En los días sacros sólo se podía ir a presenciar Rey de reyes o La túnica sagrada, pero lo que siempre me asombró es que en el cine o en la televisión, cuando empezaba, se permitían en cambio los espectáculos deportivos. Esa satisfacción lúdica hubiera tenido lógica en aquellas fechas si nuestro equipo hubiera perdido, con el consiguiente llanto y crujir de dientes de los seguidores. Pero, ¿cómo podía mantenerse la tristeza obligatoria de ese tiempo cuando metíamos un gol o encestábamos?
La Prensa era tan triste como las carteleras... Fotos de la Semana Santa en diversas ciudades, itinerarios de procesiones locales y, naturalmente, la estampa de las muchachas ataviadas con la mantilla clásica visitando monumentos. Eran fotos tan obligadas y repetidas, tan iguales año tras año, que un periódico de Barcelona decidió ahorrar tiempo y dinero publicando las del año anterior... con resultado dramático. Unos padres llamaron indignados y dolidos a la Redacción. La muchacha que aparecía en un grabado era su hija y había fallecido hacía unos meses...
A veces la gente se iba al campo, donde la Semana Santa pasaba sin pena ni gloria, nunca mejor dicho. O se desplazaba aceptando la hospitalidad de algún amigo, como el año en que, en unión de Ricardo Balseiro, el poeta uruguayo que vivía, en París, y Rafael de Penagos, nos fuimos con otros amigos a ver a González Ruano en Cuenca. En aquella casona disparatada y graciosa de César nos reunimos junto al hogar, que nos daba un calor físico y humano, aislándonos del frío y de las masas en la calle. Y de pronto, cuando más felices estábamos, dijo César, con su profunda voz: "Yo creo que deberíamos bajar al centro" -vivía en la parte alta, la parte noble por excelencia- "para saludar a los poetas locales".
Nos miramos desmayadamente. "¿Tú crees, César? Por nosotros no te preocupes, los conoceremos otro día". Pero nuestro anfitrión insistió. Nos arropamos, nos metimos en los coches, bajamos.
Mi estampa siguiente es un café atestado con las caras desdibujadas por el humo de cien cigarros, donde intentamos relacionar nos a gritos con los escritores conquenses que tampoco nos hacían demasiado caso. Y de pronto descubrí a unos mozos vestidos bíblicamente que, junto al bar, daban evidente muestras de haber ingerido bastante más de la cantidad de alcohol que las estadística asignan a cada español por día.
-¿Y ésos? -pregunté a mi vecino.
-Están esperando que pase la procesión para incorporarse a ella.
Los volví a mirar. Dos de ellos estaban echando un pulso; los otros cantaban Asturias, patria querida...
-Pero... yo siempre había creído que la Semana Santa castellana era de gran seriedad y respeto, que no se bebía en ella como en las andaluzas.
-Y así es -me contestó mi informador-, pero en ese caso están cumpliendo con su papel; no les perjudican unas copas de más, porque representan las turbas; es decir los que insultan a Jesús y le tiran piedras más o menos simbólicamente. Por ello, el estar un poco subidos de tono da mayor veracidad a su papel de aguafiestas.
Convencimos a González Ruano de que era mejor que no interfiriéramos más en aquel ambiente y nos volvimos a su nido a hablar de lo divino y de lo humano, siempre, claro está, que lo divino y lo humano se relacionaran con las letras.
... Y, como por mucho que uno se resista, cualquier artículo hablando de la Semana Santa tiene que mencionar la de Sevilla, añadiré una anécdota que, según me contaron entonces, había ocurrido en aquella ciudad. Parece que dos forasteros estaban admirando el desfile de pasos intentando reconocer a los personajes que representan escenas de la Pasión. "Sí, claro, ése es el soldado romano; ése, el sayón; ahí están san Pedro, Jesús..., pero, ¿quién es ese que parece un hombre importante sentado en un sillón con el aire abatido, con una jofaina ante él y al que habla al oído una mujer?". Al oírle, un camarero interrumpió el intenso trajinar al que le obliga su oficio en esos días y se inclinó hacia ellos para sacarles de dudas.
-¿Ése? Ése es el que por poco nos deja sin Semana Santa.
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