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La 'guerra de las galaxias' y el arco de Heracles

Erizados los continentes de misiles, cruzados los mares por submarinos armados de proyectiles nucleares, dominada la política internacional por la reducción de los territorios en que las poblaciones con sus diversas culturas se asientan a meros espacios estratégicos, podernos decir que la superficie del planeta se ha convertido prioritariamente en realidad militar. De la biosfera sobre la cual la mano humana levantó la tecnosfera hemos pasado a una verdadera polemosfera. La lógica de una guerra fulminante y destructiva, para la cual hay que estar siempre preparados porque los primeros minutos pueden ser decisivos, impone su imperio. Mas, insatisfecha esta dinámica con su peso sobre la superficie planetaria, trata de levantarse últimamente a las cumbres del espacio, el empíreo antaño poblado por los dioses y donde según Platón nuestras almas tenían su morada. Y el debate sobre esta dilatación de nuestra militarización del cosmos se dibuja como uno de los grandes motivos de litigio en el diálogo que se está iniciando entre las dos superpotencias.La política de Reagan, propugnadora de este salto cualitativo en el proceso militarizador de un entorno humano cada vez más amplio, alega que se trata de un recurso defensivo. A través de la red de satélites antimisiles se pretende solamente forjar un escudo o, dicho más prosaica, mansa y consuetudinariamente, desplegar un paraguas protector contra el posible aguacero de las ejivas enemigas. Nada, pues, de apariencia más pacífica e inofensiva, ninguna justificación mejor del elevado coste que la escalada propuesta supone, cuando hace pocos días los medios de comunicación nos informaban de los 20 millones de seres humanos afectados en Estados Unidos por el hambre.

Ocurre, empero, que el mundo de lo nuclear está habitado por una lógica extraña, distorsionada, que como un espejo mágico deforma e invierte la realidad de las cosas y los lenguajes, viniendo a parar en extremos tales que los vocablos significan definitivamente realidades opuestas a su apariencia. Tal sucede con los conceptos de defensa y agresión respecto a los armamentos nucleares. Es una paradoja más de este alucinante mundo: las estrategias presentadas como defensivas en el fondo son las más desestabilizadoras y peligrosas para nuestra anémica paz.

Efectivamente, hasta ahora el fantasma del conflicto nuclear ha sido exorcizado a través de la mutua vulnerabilidad. Representa ésta un componente esencial de la teoría de la disuasión. Como tal fue formulada su existencia hace ya más de 20 años, cuando cristalizó dicha teoría; se pudo expresar en términos gráficamente rotundos; se trataba de convertir a las propias poblaciones en rehenes. Y en este sentido, en los acuerdos Salt I, de 1972, se recogió la prohibición de los misiles antibalísticos (ABM). No hace mucho, en un simposio de la Unesco sobre Los científicos, la carrera armamentista y el desarme, se insistía en estas mismas ideas. Y así declaraba el profesor Calogero: "Son malos los sistemas defensivos, como los sistemas de zona antibalísticos e incluso una extendida defensa civil".

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No pretendo ciertamente que la teoría de la disuasión represente una gran conquista. Como ha señalado uno de sus más mordaces y agudos críticos, Thompson, es una teoría carente de imaginación creadora; ha sido incapaz de contener la proliferación del armamento nuclear y, definitivamente, significa una gran hipocresía. Según el historiador inglés, nadie, salvo el singular caso de Jruschov, ha creído en ella, y ambas partes han tratado constantemente de ganar ventajas dentro de la situación establecida. En verdad, es manifiesto que si de evitar la guerra nuclear se trata, existe un procedimiento bien obvio para conseguirlo: el desarme y la prohibición de fabricar armas nucleares. El hecho de que no se haya impuesto tan diáfana evidencia en la práctica se debe básicamente a que la existencia del armamento nuclear resulta solidaria de un conjunto de intereses -que sería eufemístico calificar como mafiosos- de todo un aparato fabricador de la muerte, tanatocrático, y de un sistema de dominación mundial. Pero, regresando sobre la teoría de la disuasión, lo cierto es que en nuestra situación funambúlica hasta el momento la vulnerabilidad recíproca ha impedido la caída en el abismo. No podemos olvidar que de hecho el armamento atómico sólo ha sido utilizado en Hiroshima y Nagasaki -y si recordamos tales horrores, se debe pensar que se trataba sólo de los balbuceos de su potencia- cuando Estados Unidos poseía la exclusiva de tal poder y creía poder contar con ella durante largo tiempo.

Y aquí venimos a parar a una nueva consideración: la falaz ilusión de la supremacía, que ha venido impulsando el irracional desarrollo armamentístico a lo largo de 40 años. A la fantasía de monopolizar la bomba atómica e imponer la pax americana en el mundo -sobre cuya inanidad habían llamado la atención ya los científicos occidentales y fue desmentida por las explosiones atómicas de los soviéticos en 1949-, sucedió la de la bomba H o bomba de fusión en 1951, para que nuevamente los soviéticos tuvieran acceso a ella dos años después. Es una larga historia de equilibrios que se rompen para volverse a establecer después, dejando como siniestro resultado un sedimento creciente de tecnología aniquiladora sobre el planeta y un despilfarro de recursos que podrían liberar a la humanidad de sus grandes lacras: el hambre, la incultura.

Y es también un testimonio del arcaísmo que gobierna los comportamientos de una humanidad dotada de inmensos poderes. Freudianamente podríamos hablar de la ilusión de la omnipotencia infantil; en la historia de la imaginación humana es la fantasía del arma maravillosa que asegura la victoria. Creían los helenos que la posesión del arco de Heracles era prenda segura de su triunfo en el asedio de Troya, y, como nos ha relatado Sófocles, organizaron una expedición para rescatarlo, gracias a las astucias de Odiseo, de las manos de Filoctetes. Hoy que nuestras armas son inmensamente más poderosas, salvajemente aniquiladoras, deberíamos saber también que no nos son entregadas por el fa-

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vor de los dioses. Ni existen secretas alquimias sustraíbles largo tiempo al conocimiento del común de los mortales. Nuestros poderes no son otra cosa que el fruto del trabajo científico e industrial. Entonces el gran dilema consiste en agotar el esfuerzo humano en el jadeo de una maratón armamentística inacabable o ponerlo al servicio de más altas y vivificantes metas.

En el simposio antes aludido se refería el físico norteamericano Bernard Feld al problema de la ventaja ilusoria o falacia del último paso que ha disparado la competencia tecnológico-bélica. "Esa idea sostiene corno posible", indica dicho científico, "el mantener una constante ventaja militar sobre el otro bando si uno se coloca un paso adelante en la carrera entre nuevas tecnologías de armas ( ... ). Los hechos de la vida han confirmado que cada nuevo despliegue de un bando ha sido seguido, en plazo muy breve, por un despliegue idéntico en el otro bando, o por el comienzo de algún nuevo sistema que se contraponga a la ventaja del primero".

¿Va a proseguir la humanidad su marcha hipnotizada por las fantasías de poder en un imperialismo bélico que devora la tierra, la vida, el espacio? A pesar de las sonrisas oficiales, no es muy prometedor el signo con que se inicia el nuevo diálogo ginebrino entre las superpotencias. Blackaby, director del Instituto de Investigaciones sobre la Paz de Estocolmo (SIPRI), se ha referido, repasando la historia de diálogos anteriores, a las falacias que tercamente se reproducen en las negociaciones de desarme y una de las cuales sería "el mito del último movimiento", consistente en pensar que "sí se despliegan nuevas armas, la otra parte se hará más maleable en la mesa de conferencias", cuando cabalmente ocurre lo contrario: lejos de pararse el juego, "los nuevos movimientos producen contramovimientos".

Es exactamente lo que está ocurriendo; el reciente despliegue de los misiles en Bélgica y el impulso en Norteamérica de los nuevos MX nos revelan que seguimos bajo la misma mitología con sus caliginosos augurios. A pesar de ello, nada más deseable que un progreso en la distensión; que un bloqueo, especialmente, de la nueva escalada espacial. Pero debemos ser conscientes también de que el camino definitivo hacia la pacificación, la liberación de la pesadilla, no pasa por las cumbres del poder, sino por la conquista de la soberanía e independencia de los pueblos del mundo, por la acción ciudadana que rompa la actual dominación y estableza una verdadera democracia internacional.

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