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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Mortal y blanco

Grüber ha traído al, festival un espectáculo insoportable, de lentísima belleza. En el camino real es la segunda pieza de Chéjov para el teatro (1883): es un acto corto, cuya representación normal puede durar media hora. Grüber multiplica por cuatro el tiempo, sin añadir palabras y haciendo desaparecer muchas veces la acción señalada en las acotaciones. A veces recuerda el teatro del silencio, o de lo inexpresado (París, años 20: Vildrac, Jean-Jacques Bernard, Lenormand).Privado del color -todo es blanco, salvo algunas manchas significativas, quizá simbólicas-, casi de la palabra, del movimiento, de la luz -es uniforme todo el espectáculo-, parece un ejercicio de puritanismo en el que el director llevase al extremo la renuncia a la teatralidad. Una irritación sorda gana al espectador, que termina creyéndose la víctima de un sádico predicador de la austeridad.

En el camino real

Autor: Antón Chéjov. Intérpretes: compañía de la Schaubühne de la Lehyniner Platz, Berlín. Escenografía de Gilles Allaud. Vestuario de Dagmar Niefind. Dirección: Klaus Michael Grüber. V Festival de Teatro. Sala Mirador. Madrid, 21 de marzo de 1985.

En el camino real se desarrolla en una taberna de paso, sórdida, donde encuentran amparo de la tormenta mendigos, moribundos, ancianos. Engualdrapados uniformemente de harapos blancos, parece que Grüber los da ya por almas muertas. Excedentes de la sociedad zarista, quizá lo que después se llamaría lumpen proletariat, consumidos por el alcohol, el hambre y la religión.

Entre ellos irrumpe un vagabundo con un hacha: Grüber le viste de rojo, con barba roja y pelo rojo: tal vez el color del octubre que aún tardaría 34 años en llegar. En el texto de Chéjov ese personaje es lo vivo: el que lucha, se defiende, exige, desprecia la pasividad. Más tarde, otro personaje que llega descubre la identidad de uno de los harapientos perdidos: es el Señor, el Amo, que fue rico y lo perdió todo por una mujer; parece que este tipo de desgracia impresiona a todos mucho más que la horrible muerte lenta de todos los que se hacinan en la covacha, y le invitan a beber. El narrador lleva la cara pintada vivamente: algunos espectadores interpretaron que era un remedo de Arlequín, otros que representaba el relator de la ópera china. Puede no ser más que un recurso pictórico , como las ojeras color naranja o una mancha azul en la cara en otros personajes, para romper brevemente la monotonía. La tormenta y un accidente hacen aparecer en la taberna a la riquísima Señora: la que engañó, tralicionó, arruinó al borracho Señor. Identificada -por un retrato que el desgraciado ha cambiado por vodka-, el vagabundo Merik, el hombre rojo, se lanza sobre ella con el hacha en la mano: en lo cual se puede ver la alusión a la revolución contra la clase alta, aunque en el texto se explica suficientemente que lo que mueve a Merik es la conocida doctrina de que las mujeres representan el mal absoluto, criaturas del demonio, que también han trastornado profundamente su vida.

Queda dicho que el espectáculo es de una gran belleza. Pero la belleza plástica se absorbe en muy poco tiempo; se asume, se admira y se queda a la espera de algo más. Ese algo más viene en forma de algunos hallazgos: la tea que arde para iluminar el chamizo y que se va cambiando, el golpe de acordeón, algún gesto de actor, los primeros segundos de alguna pausa, la irrupción de personajes nuevos que entran envueltos en relámpagos y truenos. Es decir, mínimas concesiones a la teatralidad en este teatro despojado. Lo que Grüber ha querido que domine es la lentitud, el silencio, la inmovílidad: terminan sintiéndose como una forma de soberbia, como una imposición de divismo que fisicamente se soportan muy mal.

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